martes, 3 de mayo de 2016

Saudades de Portugal (II). Recorriendo Lusitania (I)

Ya dije que he visitado Lisboa en varias ocasiones, demostrándole mi amor incondicional. Pero el resto del país es igualmente objeto de mi devoción desde que antes de la llegada de las cámaras digitales lo visitara en una primera aproximación a sus bellezas naturales y arquitectónicas. Por eso quiero recordar éste que fue uno de mis primeros viajes fuera de Canarias hace muchísimos años. Tantos que las fotos eran analógicas, por lo que pido comprensión. Intentaré compensar la falta de calidad con un relato apasionado y atrayente.

Y sin más tardanza vamos a acercarnos a un punto muy cercano a la capital del país, Sintra.
Vila Velha para todo visitante, santuario arcaico a la luna, codiciada por romanos, defendida por castellanos, portugueses y árabes, cazadero real más adelante y escenario de las alucinaciones arquitectónicas de reyes y nobles, ha llegado a nuestra era como Patrimonio de la Humanidad con merecidas razones.

Salvada de la desidia por este nombramiento y por el omnipotente turismo, el hecho de estar enclavada en el Parque Natural de Sintra-Cascais y su dulce microclima montañoso cercano al mar hacen de la localidad el retiro perfecto para disfrutar de unas jornadas inolvidables. 

Encaramado casi a una ladera encontramos uno de los puntos de interés de la pequeña villa, el Palacio Real.
Residencia veraniega de los reyes de Portugal desde el siglo XIV, el inmenso palacio con aires moriscos que le confiere su estilo casi mudéjar incluye entre sus muros una preciosa capilla cubierta de ricos artesonados, la elegante Sala dos Escudos, con los 72 blasones nobiliarios de las familias de abolengo en época de Dom Manuel I o la Sala dos Cisnes, antigua sala de Audiencias y hoy de Banquetes, los ofrecidos por el Presidente de la República.


Aunque lo que más llama la atención al situarse fuera del palacio son las dos enormes chimeneas que parecen querer acaparar todas las miradas. Su forma cónica dan cobijo a unas enormes cocinas que en su momento podían atender a más de 1.000 comensales en un solo servicio.

Fue el rey Dom Fernando de Saxe Coburgo-Gotha el que con ayuda de su arquitecto Ludwig Von Eschwege concibió la delirante escenografía del Palacio de Pena, nuestro siguiente destino en Sintra.

Levantado sobre las ruinas de un antiguo monasterio jerónimo que en su momento vio llegar la flota de Vasco da Gama desde la India, el conjunto es un canto a las formas naturales del entorno y las fantasías oníricas del monarca. Canales, estanques, árboles exóticos en variedad de más de 2.000 especies distintas, galerías, pabellones y fuentes son el incomparable marco del edificio al que vamos a entrar.

Contemplamos ante nosotros la más fabulosa mezcla de antiguos estilos que mente alguna pueda imaginar: egipcio, gótico, renacentista, manuelino, mudéjar, oriental...

El éxtasis decorativo exterior es realmente apabullante, pleno de símbolos con significados concretos o vagos, elementos vegetales o animales, gárgolas monstruosas, símbolos masónicos y sobre todo un colorido que parece salido de una película de Disney.

Dentro se llega al paroxismo en el comedor para 12 comensales, la capilla, los aposentos reales, la sala árabe y decenas de estancias a cual más alucinante.

Pero por mucho que queramos seguir fascinados por este castillo de opereta debemos seguir descubriendo las mil maravillas de Sintra.
Inexcusable es la visita a la Quinta da Regaleira.

Este fastuoso y fabuloso edificio, que nos parece más antiguo a primera vista, pero que data de tiempos tan cercanos como el siglo XX, sigue ese espíritu romántico y pleno de ensoñaciones mágicas y arcanas que marcó el Castillo de Pena.

En una mezcla deliciosa de estilos donde domina el gótico, el manuelino y el renacentista, la quinta, mandada a edificar por el acaudalado noble Antonio Carvalho Monteiro se encuentra sumergida en un precios jardín abarrotado de grutas artificiales y caminos que parecen no conducir a parte alguna.

Entre las curiosidades de la propiedad destaca una mansión de alquimia llamada palacio dos Milhoes...

... y el pozo iniciático masón, inspirado en los nueve niveles del Infierno de la Divina Comedia de Dante.

Seguimos hacia Queluz, antes un pequeño pueblo cerca de Lisboa y hoy ciudad dormitorio que se enorgullece de ser destino de los visitantes que se acercan a conocer el Palacio Nacional, al que consideran la versión portuguesa de Versalles, sobre todo por sus jardines.
Como en otros casos, nació de la transformación de un pabellón de caza.

Dentro encontramos recuerdos de su más ilustre habitante, la reina María I, como su recargada carroza, o estancias fabulosas donde se organizaban fiestas y recepciones de una fastuosidad difícil de superar. Dorados infinitos, delicados azulejos, alfombras inmensas, porcelanas chinas, arañas de cristal e impresionantes suelos de marquetería, nos transportan a una época donde el barroco hablaba del boato, la elegancia y la opulencia de la corte.

Enfilamos la carretera para dirigirnos a la costa, concretamente a Cascais y Estoril.
Por un lado la primera, que hasta hace bien poco era una aldea de pescadores en la desembocadura del Tajo, se convirtió de golpe en destino turístico y balneario de la nobleza y la realeza, con sus grandes hoteles, elegantes hoteles y avenidas bordeadas de palmeras.
Sus preciosas y doradas playas son cobijo de lo poco que queda de la tradición portuguesa de las subastas de pescado o las traineras de pesca, de las que en breve sólo se hablará en el magnífico Museu do Mar.

Estoril forma, con la anterior y la elegante Sintra, el llamado triángulo de oro del lujo. Baste ver el maravilloso paseo de tres kilómetros que la une con Cascais, los lujosos hoteles, campos de golf, el Autódromo con su Gran Premio de Fórmula 1 y especialmente el Casino, uno de los más grandes de Europa.

Costeando nos detenemos en el Cabo da Roca, famoso por ser el punto más extremo del viejo continente europeo, y que nos regala la maravillosa visión de su faro, que desde 1772 guía a los marinos hacia tierra desde lo alto de un acantilado de 140 metros de altura que cae a pico sobre el mar.

Un poco más adelante, ya tierra adentro encontramos Mafra, donde de nuevo nos detenemos a visitar su Palacio Nacional, inmenso y macizo, que al mismo tiempo es monasterio. 
En una perfecta forma cuadrada, el recinto alberga el Palacio, el monasterio y una preciosa basílica, construido todo en recio mármol, con unas cúpulas en forma de bulbo que ayudan a suavizar el aspecto serio y formal del conjunto.
Levantado gracias al oro que provenía de las minas de Brasil, lo que en un principio tenía que ser retiro espiritual para el rey y trece frailes, creció con el propósito de competir con los grandiosos palacios españoles. Novecientas salas, cuatro mil puertas y ventanas y una superficie total del parque de veinte kilómetros dan una idea de la enormidad del complejo palaciego.

Nos internamos en el país mientras vamos subiendo hacia el norte hasta la ciudad de Braga, donde es obligatorio visitar el célebre santuario de Bom Jesus do Monte, tal y como hacen los peregrinos que suben sus escalinatas barrocas para llegar al edificio localizado a 116 metros de altura.
Custodiada por capillas a modo de Vía Crucis a los lados de las zigzageantes escaleras, es objetivo de los creyentes que ven en el ascenso hasta el templo un modo de renovación espiritual que ha servido de modelo a otras iglesias similares en el mundo.

No muy lejos encontramos Guimaraes, donde visitamos el Palacio de los Duques de Braganza, impresionante mole que es más bien una fortaleza suavizada con aires de castillo del Loira.

Son cuatro las macizas torres cuadradas que encierran un precioso patio interior y que dan forma a un conjunto rematado por altos tejados que son base para treinta y nueve chimeneas de ladrillo que dan aspecto residencial a esta casi inexpugnable fortaleza.

Abandonado a su suerte desde el siglo XVI, no fue hasta 1933 que se decidió rehabilitarlo y restaurarlo para convertirlo en residencia oficial del presidente de la nación. 

Vamos de camino a nuestro siguiente destino...





 


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