lunes, 1 de agosto de 2016

La Costa Azul (I).Toulon y Borme Les Mimosas.


Bienvenidos a Toulon, una ciudad que suele quedar en la sombra de Marsella o Niza, pero que guarda un encanto auténtico y marinero difícil de olvidar. Situada en la Costa Azul, en un anfiteatro natural entre montañas y mar, es un lugar donde el Mediterráneo se muestra en toda su intensidad: azul profundo, brillante bajo el sol provenzal, y siempre acompañado del aroma de la brisa salada y los pinos que bajan desde las colinas.



Antiguamente llamada Telo Martius, la ciudad de Toulon ha sido creada por diferentes pueblos del mar, como los ligures o los griegos. Utilizada primeramente como lugar de intercambios comerciales, la ciudad pasó a ser rápidamente el centro de numerosos conflictos. Estando bajo la protección romana como el resto de la región, la ciudad fue conocida por sus tintorerías de púrpura real, color obtenido de los murex, los moluscos que se encuentran en la Rada de Toulon. Saqueada, devastada por las guerras y los ataques de piratas, la ciudad construye fortificaciones a partir de 1197. Las flotas militares crean entonces sus barrios en el puerto, que sigue siendo aún hoy el primer puerto militar de Europa.



El corazón de Tolón late también en sus mercados provenzales. El más famoso, en el Cours Lafayette, es un estallido de colores y aromas: aceitunas, hierbas provenzales, quesos y frutas que parecen pintadas por Cézanne. Pasear entre los puestos es dejarse envolver por el espíritu mediterráneo, con vendedores que cantan sus ofertas y vecinos que se saludan como viejos amigos.


El Gran Teatro de la Ópera de Toulon, inaugurado en 1862, es mucho más que un edificio elegante: es un pedazo de historia de la Provenza. Se alza en la Place Victor Hugo, imponente con su fachada neoclásica adornada de columnas, estatuas y detalles que recuerdan el esplendor del siglo XIX. Curiosamente, es la segunda ópera más grande de Francia después de la de París, aunque muchos viajeros ni lo sospechan.

Si el puerto es el corazón marinero y la ópera el alma cultural, la Plaza de la Libertad es el salón abierto de la ciudad, el lugar donde la vida cotidiana respira a cielo abierto. Amplia, elegante y rodeada de edificios decimonónicos, esta plaza es uno de los espacios más animados de Tolón. La Place de la Liberté no es solo un punto de encuentro: es el centro simbólico de la vida urbana. Ha sido escenario de manifestaciones, celebraciones, ferias y eventos, pero también es, en lo cotidiano, un espacio donde la ciudad se abre al viajero con su cara más auténtica.

Lo primero que llama la atención es su fuente monumental, coronada por una escultura alegórica que celebra la libertad y la República. El agua brota con fuerza y frescura, y alrededor siempre hay niños jugando, parejas descansando a la sombra o ancianos conversando en los bancos. Es un espacio donde todo el mundo se cruza: locales que van de compras, turistas que buscan un café o artistas callejeros que llenan el aire con música.



Bormes-les-Mimosas: la Provenza en flor

En las colinas que miran al Mediterráneo, entre Toulon y Saint-Tropez, se esconde Bormes-les-Mimosas, uno de los pueblos más bellos de la Costa Azul. Su nombre ya anuncia lo que ofrece: un estallido de mimosas doradas que en invierno tiñen de color y perfume sus calles, convirtiéndolo en un jardín abierto al cielo.

En la entrada del casco histórico, un poco apartada del bullicio de las callejuelas medievales, se alza la Capilla de Saint-François-de-Paule, un pequeño santuario que guarda siglos de devoción y memoria. Su fachada es sencilla, de un crema suave que brilla bajo el sol provenzal, con una puerta de madera y un campanario modesto, casi tímido. Pero esa discreción es, justamente, lo que le otorga encanto: parece más una ermita de pueblo que un templo solemne, un refugio espiritual que acompaña la vida diaria de los habitantes.


La capilla fue erigida en el siglo XVI en honor a San Francisco de Paula, santo protector de Bormes, a quien los lugareños le atribuyen milagros de protección frente a las epidemias y las penurias. Desde entonces, cada año en abril, el pueblo celebra una procesión en su honor, donde las calles se llenan de música, flores y oraciones, recordando que esta capilla ha sido durante siglos el corazón espiritual de la comunidad.

El interior es humilde pero acogedor: un altar sencillo, imágenes religiosas que reflejan la fe popular y ese silencio sereno que invita a detenerse un momento y contemplar. No es un monumento monumental, sino un lugar de recogimiento, donde lo importante no es la grandiosidad de las formas, sino la cercanía con la gente.

Hoy en día, además de ser un espacio de culto, la capilla se integra en el recorrido patrimonial de Bormes-les-Mimosas, y visitarla es entender mejor la historia del pueblo: cómo la fe y las tradiciones han marcado el ritmo de la vida local, desde la Edad Media hasta nuestros días.



El casco antiguo es un laberinto encantador de calles medievales, con escaleras de piedra que suben y bajan entre casas de tonos ocres y rosados, balcones repletos de buganvilias, y fuentes que refrescan las plazas escondidas. Caminar por aquí es perder la prisa: cada rincón invita a detenerse, ya sea para mirar el mar a lo lejos o para entrar en una pequeña tienda de artesanos.


Subiendo por las calles empedradas y floridas del casco antiguo de Bormes-les-Mimosas, uno llega a lo alto del pueblo, donde domina la silueta de la Iglesia de Saint-Trophyme. Construida entre los siglos XVI y XVIII, este templo no solo es un lugar de culto, sino también un mirador privilegiado hacia el Mediterráneo: desde su explanada, la vista se abre a los tejados ocres del pueblo, a los viñedos y colinas que lo rodean y, más allá, al azul infinito del mar y a las islas de Hyères que parecen flotar en el horizonte.

La iglesia está dedicada a San Trófimo, obispo de Arlés y una de las figuras más veneradas de la Provenza. Su arquitectura mezcla la sobriedad provenzal con detalles barrocos en el interior. Al cruzar sus puertas, el visitante encuentra una nave amplia y luminosa, con altares laterales adornados, un coro de madera tallada y pinturas que reflejan la fe popular de la región. El ambiente es sereno, casi solemne, y contrasta con el bullicio alegre de las calles exteriores.

Durante siglos, esta iglesia fue el centro espiritual y social de Bormes: aquí se celebraban bautizos, bodas, procesiones y las grandes fiestas religiosas que marcaban el calendario local. Todavía hoy, cuando suenan las campanas de Saint-Trophyme, el eco se extiende por todo el valle, recordando que la vida del pueblo sigue unida a este templo. Pero más allá de su valor religioso, la iglesia tiene un magnetismo especial por su emplazamiento. Al salir, el viajero siente que la fe y la naturaleza se encuentran en perfecta armonía: el silencio del templo se funde con el viento que baja de las colinas y con la inmensidad azul que se abre frente a los ojos.


Los callejones y pasajes entre las calles del pueblo descubren al visitante casonas rusticas donde plantas y flores son la decoración principal. Calles de piedra, pizarra o tejas negras en los tejados, una pequeña iglesia y las ruinas de un castillo medieval son sus encantos principales.

En lo alto de la colina que protege al pueblo, entre encinas, pinos y rocas bañadas por el sol provenzal, se levantan las ruinas del castillo medieval de los Señores de Fos, una fortaleza que dominó la región entre los siglos XII y XIII. Desde allí, los señores vigilaban sus tierras y la costa, protegiendo las rutas comerciales y a los habitantes del valle.

Hoy, aunque el castillo se conserva en ruinas, su silueta aún se impone en el paisaje. Los restos de sus murallas y torres evocan tiempos de caballeros, de luchas por el control del Mediterráneo y de la vida feudal que marcó la historia de la Provenza. Pasear por sus vestigios es un viaje en el tiempo: las piedras, desgastadas por siglos de viento y sol, parecen guardar en silencio los ecos de banquetes, defensas y plegarias.





Pero lo más cautivador del castillo no está solo en su pasado, sino en las vistas que ofrece. Desde lo alto, se abre un panorama grandioso: los tejados rojizos de Bormes, el relieve suave de las colinas cubiertas de viñedos y, más allá, el resplandor azul del Mediterráneo con las islas de Hyères perfilándose en el horizonte. Es fácil imaginar a los antiguos señores contemplando el mismo paisaje, con un ojo puesto en la belleza y otro en la vigilancia de posibles invasores.


En un rincón del parque hay un monumento a Hipólito Bouchard, héroe de la Independencia Argentina nacido en el pueblo.


Pero Bormes no es solo un lugar para mirar: es también un lugar para sentir. En febrero, durante la Fiesta de las Mimosas, el pueblo se transforma en un carnaval de flores, con desfiles, música y un ambiente festivo que atrae a viajeros de toda la región. En verano, la vida se traslada a las terrazas, donde se saborea un buen rosado provenzal o un plato de pescado fresco mientras el aire huele a lavanda y romero.

La parte romántica que suena 'Les Mimosas' del nombre se añadió en 1968, para celebrar el hecho de que hayan infinidad de flores, árboles y arbustos en la ciudad - en particular, mimosas, por supuesto - y para promover el turismo.

Los couberts, característicos de Borme, son pasadizos que discurren bajo las antiguas casas de piedra ocre.


Además, Bormes-les-Mimosas guarda un vínculo con la historia de Francia: aquí se encuentra la residencia de verano del presidente de la República, el Fuerte de Brégançon, que se alza sobre un promontorio rocoso frente al mar, como un guardián silencioso de la costa.


Delante del ayuntamiento se levanta un monumento a la gloria de la Revolución Francesa.

Para finalizar, los restos de un viejo molino en la Plaza de Saint François, lugar de reunión para jugar a la tan francesa petanca y del mercado provenzal que se celebra una vez a la semana.


En Bormes-les-Mimosas, todo parece diseñado para seducir los sentidos: la vista con sus flores y paisajes, el olfato con el aroma de la mimosa, el gusto con su cocina mediterránea y el oído con el murmullo constante de las fuentes y el canto de las cigarras. Es un rincón que encarna la esencia de la Provenza, un lugar que se visita, sí, pero sobre todo se vive.

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