China es fascinante, inmensa, cautivadora, plena de colores y sabores, de aromas y de historia. China no es sólo superpotencia económica sino también un destino ineludible y obligado para cualquier viajero; es el Gran Viaje que todos queremos cumplir, lleno de exotismo y de modernidad, un contraste que sus habitantes parecen disfrutar, una una sociedad que ha cambiado muy rápidamente, pero que de ningún modo quiere renunciar a sus creencias y tradiciones.
Son casi 10.000 kilómetros los que separan nuestro país del gigante asiático. Pero la diferencia no es sólo espacial. Yo recomiendo haber viajado antes, como mínimo; a dos países de Asia antes de pisar tierra china, ya que de esta manera algunas singularidades no nos serán tan ajenas. Pero ya iremos desgranando estas perlas orientales que aún habiendo recorrido gran parte de Asia me chocaron y sorprendieron.
Volamos mientras en China era de noche, con lo que haciendo un esfuerzo, conseguimos ajustar nuestro reloj biológico para adaptar nuestro esquema de sueño a nuestro país de destino. Tras recogernos en el aeropuerto de Pekín nos llevaron al hotel, donde dejamos las maletas y comenzamos a visitar la capital china.
Teníamos día libre así que aprovechamos para conocer algunos lugares que no estarían en nuestro guion de viaje.
Pekín cuenta con una red de casi 900 kilómetros y 27 líneas, lo que hacen de él el más extenso del mundo, y mueve a unos 8,5 millones de viajeros diarios.
El precio oscila entre 3 ¥ (0,40 €) y 10 ¥ (1,30 €) por trayecto y permite transbordos ilimitados. El funcionamiento es el mismo que cualquier otro metro del mundo, y el nombre de las paradas está escrito en caracteres chinos y latinos, por lo que no hay pérdida posible.
Nuestro primer punto de interés es el Templo de los Lamas, al que se llega usando la línea 2.
Una vez en la superficie nos dirigimos al templo y tras adquirir la entrada nos unimos a las ya considerables colas que desde temprano se formaban en su acceso.
Según los especialistas, el Templo representa el punto álgido de la iconografía y la liturgia del budismo tibetano. Como hemos visto hay que cruzar una serie de pórticos que nos van introduciendo dentro del recinto religioso.
Tras pasar el primero de ellos conocido como la Puerta de la Armonía entramos a un amplio patio con dos pabellones de la Longevidad, que albergan, como iremos viendo a lo largo de nuestro viaje, un tambor a la izquierda y una campana a la derecha.
Tuvimos la suerte de estar en China en el periodo que los vecinos japoneses conocen como "Sakura", en el que los árboles muestran todo el esplendor de la floración.
Una pareja de leones Fu, protegen la entrada a los templos. Son considerados protectores contra demonios y malos espíritus, energías y personas negativas. Por ello eran esenciales para guardar palacios, templos y toda clase de edificios. Por regla general las parejas son mixtas, es decir, formadas par un macho y una hembra.
Antiguos y grandes incensarios se distribuyen por los patios del templo.
Dice la doctrina budista que el mundo se divide en cuatro submundos protegidos por cuatro guardianes que en el Templo de los Lamas protegen a Maitreya, una enorme imagen de Buda que ostenta el título de la imagen más alta del mundo con 18 metros de altura. Fue tallada a partir de un único tronco de árbol de sándalo y regalada al emperador chino por el Dalai Lama en el siglo XVIII.
El siguiente pabellón fue construido por Qianlong en 1792.
A cada lado encontramos pabellones dedicados al estudio de la filosofía budista, la medicina y las matemáticas.
Llegamos al Salón de la Rueda de la Ley, donde se llevan a cabo los servicios religiosos diarios con una enorme figura de Tsongkhapa, fundida en 1924.
El ultimo patio nos lleva al pabellón de las Diez Mil Alegrías, de 1750.
Los estilos del complejo combinan magistralmente elementos tibetanos y chinos, ya que su construcción empezó en 1694, durante la dinastía Qing. En un principio fue residencia de los poderosos eunucos imperiales de la corte manchú, y luego palacio del príncipe Yong. En 1792 la mitad de los edificios fueron cedidos a los lamas tibetanos hasta la caída del imperio.
En 1949 el Templo fue declarado Monumento Nacional, aunque durante la Revolución Cultural tuvo momentos delicados que vieron peligrar su existencia. En 1979 se restauró completamente y fue de nuevo lugar de residencia de monjes provenientes de Mongolia.
Ya era la hora de comer, así que cerca del Templo encontramos un pequeño local donde probaríamos nuestra primera comida china, un delicioso cuenco de fideos de arroz con verduras y carne, con un refresco por poco más de 3€ al cambio.
No es China un país donde se suela ver animales en la calle (ya se lo que están pensando), pero cuando un chino adopta una mascota la trata mejor que si fuera su hijo. Lo pudimos ver a lo largo de nuestro viaje, como por ejemplo este perrito, que incluso calzaba botines.
Seguimos por la misma calle Wusidajie hasta llegar a nuestro siguiente punto, el parque Jingshan o la Colina del Carbón.
La historia de este parque tiene sus orígenes en la dinastía Liao, casi mil años atrás en el tiempo. Es una colina artificial, creada a partir de la tierra extraída para crear los enormes fosos de la Ciudad Prohibida, que se amontonó hasta llegar a los casi 50 metros de altura.
Y todo ello usando tan sólo la fuerza manual de los trabajadores y animales que tiraban de enormes carros con los que trasladaban la tierra desde la vecina obra.
El parque consta de cinco picos con un pabellón encima de cada uno de ellos, que en su momento guardaban un imagen de Buda y representaban los cinco sabores (acido, amargo, dulce, acre y salado). Estas edificaciones se usaron para las reuniones de la corte y para aliviar los calores del verano y el gélido frío del invierno pekinés. Y de ahí le viene su segundo nombre, la Colina del Feng Shui, ya que las residencias se hallan al sur de la colina para favorecer las buenas energías.
Como hemos visto, el parque estaba muy unido a la Ciudad Prohibida, pero en 1928 se abrió una nueva calle que lo separó del recinto definitivamente. No se puede dejar de subir a la pequeña cumbre para tener una perfecta imagen que no sólo incluye la Ciudad Prohibida sino también la Torre del Tambor y de la Campana, el Parque Beihai o el Templo Miaoying.
En este punto de la colina se encuentra el Pabellón Wanchun o de las Diez Mil Primaveras.
Otras construcciones son el Pabellón Shouhuang o de la Longevidad Imperial o el Yongsi o Salón Desaparecido.
En estas estructuras, los emperadores presentaban sus respetos a los antepasados e incluso llegaron a albergar los restos de pasados emperadores y reinas.
Hasta la desaparición del Imperio, la familia imperial, disfrutó aquí de jornadas de caza y largos momentos de ocio, en un entorno tranquilo, rodeados de frutales rebosantes de preciosas y coloridas flores y un aire mucho más puro del que se respiraba en el atestado Pekín que vivía su día a día al pie de la colina. En 1928 se abrió la colina al público y fue restaurado en profundidad en 1949.
Ya era hora de finalizar la jornada y recuperar nuestros biorritmos, por lo que nos dirigimos al hotel bordeando la Ciudad Prohibida y disfrutando de la vida en la calle.
Por el camino vimos algunos edificios bastantes impresionantes, como el Museo Nacional de Arte de China
o ya en la occidentalizada E Chang'an Street el Grand Hotel Beijing.
Y tras una cena ligera, llegó el primer atardecer de Pekín...
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