domingo, 14 de diciembre de 2025

Japón. Viaje a la Tierra del Sol Naciente. Tokio (I)

Durante mucho tiempo soñé con viajar a Japón, pero siempre me parecía un destino caro y lejano, algo que quedaba más en la imaginación que en los planes reales. Este año, sin embargo, decidí dar el paso y finalmente organizar mi viaje. La emoción de explorar su cultura, sus paisajes y su gente pudo más que cualquier duda sobre su coste o la distancia.

Al llegar, me sorprendió todo: desde la pulcritud de las calles y la puntualidad de los trenes hasta la amabilidad de la gente y la belleza de cada templo y jardín. Japón es un país donde lo antiguo y lo moderno conviven de manera sorprendente. Desde templos milenarios y jardines zen hasta rascacielos futuristas y trenes bala, cada rincón ofrece algo que fascina y sorprende. Sus festivales vibrantes, su gastronomía única y sus paisajes de película hacen que cada experiencia sea inolvidable. Más allá de las postales, Japón invita a descubrir secretos, tradiciones centenarias y la tecnología que moldea su presente y su futuro.

Comenzamos nuestra visita por Tokio, una ciudad que combina de manera única la modernidad más deslumbrante con rincones tradicionales que parecen detenidos en el tiempo. Desde el bullicioso cruce de Shibuya, lleno de luces y movimiento constante, hasta los tranquilos templos de Asakusa, cada esquina ofrece algo sorprendente. Tokio no solo impresiona por su tamaño y tecnología, sino también por la variedad de experiencias que ofrece: mercados, gastronomía callejera, barrios temáticos y espacios verdes donde relajarse del ritmo frenético de la ciudad.

Nuestra primera parada en Tokio fue el Santuario Meiji, un lugar que ofrece un respiro de tranquilidad en medio del bullicio de la ciudad. Rodeado por un enorme bosque urbano, el santuario está dedicado al emperador Meiji y su esposa, la emperatriz Shōken, y es uno de los sitios más importantes de la capital. Al caminar por su avenida de árboles centenarios y cruzar la icónica puerta torii de madera, se siente una calma que contrasta con el ritmo frenético de Tokio. Además, es un lugar perfecto para observar rituales tradicionales, como ofrendas y plegarias, y conocer un lado más espiritual de la cultura japonesa.


Antes de llegar al santuario propiamente dicho, llama la atención un conjunto de grandes cestas de sake apiladas, conocidas como kazaridaru. Estas cestas no son solo decorativas: cada una representa una ofrenda de sake de diferentes bodegas de Japón al santuario, en señal de respeto y gratitud hacia los dioses. Aunque no se pueden abrir ni probar, verlas apiladas y decoradas con caligrafía tradicional transmite una sensación de solemnidad y de conexión con las costumbres japonesas. Estas cestas son un símbolo de cómo la tradición y la espiritualidad se entrelazan en la vida cotidiana de Japón, incluso antes de cruzar la gran puerta torii y adentrarse en el corazón del santuario.




Junto a las cestas de sake, también se pueden ver barricas de vino francés, conocidas como kazaribako. Estas barricas son ofrendas de vino de diversas regiones de Francia, donadas al santuario como símbolo de amistad y respeto internacional. Al igual que las cestas de sake, no están destinadas al consumo, sino a representar la unión de culturas y la gratitud hacia los dioses. Ver estas barricas junto a los tradicionales toneles de sake muestra cómo el Santuario Meiji no solo celebra las costumbres japonesas, sino que también acoge gestos de otras partes del mundo, convirtiéndose en un espacio donde la espiritualidad se mezcla con la apertura cultural.

Antes de entrar en el recinto sagrado y adentrarse en el corazón del Santuario Meiji, los visitantes pasan por los espacios de purificación, conocidos como temizuya o chōzuya. Estos pequeños pabellones contienen pilas de agua y cucharones de madera que se utilizan para un ritual de limpieza ritual. La tradición dicta que primero se debe lavar la mano derecha, luego la izquierda y, finalmente, enjuagarse la boca con un poco de agua (sin tragarla) antes de acercarse al santuario. Este acto simboliza la purificación del cuerpo y del espíritu, preparando a los visitantes para entrar en contacto con lo sagrado. Más allá de su función espiritual, observar este ritual también permite apreciar la precisión, la calma y la importancia del respeto que caracterizan la cultura japonesa.



Traspasamos un nuevo torii que nos da la bienvenida al santuario. Mucho mas pequeño que el que preside la entrada al parque, el torii simboliza la transición entre el mundo cotidiano y el mundo espiritual: cruzarlo significa dejar atrás las preocupaciones diarias y adentrarse en un lugar de calma, respeto y conexión con los kami (dioses o espíritus). La madera natural del torii y su imponente tamaño transmiten sencillez y solemnidad al mismo tiempo, recordando la armonía entre el hombre y la naturaleza, un principio fundamental en la cultura japonesa. Pasar bajo esta puerta no es solo un gesto físico, sino también un acto simbólico de respeto y apertura hacia lo sagrado.

Después de cruzar el torii y realizar el ritual de purificación, se llega a la puerta de entrada al patio principal del santuario, conocida como sandō-mon. Esta puerta marca el paso hacia el espacio central, donde se encuentra el templo y las áreas de oración. Aunque más discreta que el imponente torii, la sandō-mon simboliza la transición final hacia el corazón espiritual del santuario, delimitando un área de mayor solemnidad y recogimiento. Su diseño sencillo, de madera natural y líneas limpias, refleja la estética japonesa de armonía y sobriedad, y prepara al visitante para la experiencia contemplativa que le espera dentro del patio.

Al atravesar la puerta de entrada, el camino se abre hacia el patio principal, un amplio espacio abierto que transmite una calma inmediata. El contraste con el bullicio de Tokio es sorprendente: aquí solo se escuchan pasos, murmullos suaves y, a veces, el sonido de una campana lejana. El patio está rodeado de edificios de madera con techos de cobre patinado, siguiendo el estilo tradicional nagare-zukuri, característico de los santuarios sintoístas.

En el centro del complejo se encuentra el salón principal del santuario, donde los visitantes pueden ofrecer oraciones, escribir deseos en tablillas ema o simplemente contemplar la serenidad del lugar. Las líneas simples de la arquitectura, el equilibrio entre madera y naturaleza y la ausencia de ornamentación recargada crean una atmósfera de respeto y espiritualidad muy propia del sintoísmo. Es un espacio que invita a detenerse, respirar y observar, dejando que la quietud del entorno se imponga sobre cualquier prisa o ruido del exterior.


Uno de los rincones más especiales del Santuario Meiji es el área dedicada a las tablillas ema, pequeñas placas de madera donde los visitantes escriben sus deseos, agradecimientos o peticiones a los dioses. Cada ema lleva impreso un diseño tradicional y se cuelga en paneles de madera alrededor del árbol sagrado del santuario. Al acercarte, puedes leer mensajes escritos en todos los idiomas del mundo: deseos de salud, amor, éxito, viajes, paz o incluso sueños personales muy íntimos. Esta mezcla de voces crea un ambiente conmovedor y universal. Colocar una ema no solo es un gesto simbólico, sino también una forma de conectar con la espiritualidad japonesa y con miles de personas que, como yo, dejaron allí un pedacito de esperanza.



Estando allí, tuve la suerte de presenciar una boda tradicional sintoísta, algo que hizo la visita aún más memorable. La ceremonia avanzaba en procesión por el patio: la novia vestía un impecable kimono blanco con el tradicional tocado tsunokakushi, mientras el novio, también de blanco y negro, caminaba a su lado con serenidad. Los sacerdotes encabezaban el cortejo, mientras que los familiares avanzaban detrás de los novios, todos con una elegancia discreta y respetuosa. Ver aquella escena tan íntima, rodeada del silencio del santuario, fue como asomarse a una tradición que se mantiene viva desde hace siglos. Fue uno de esos momentos que te hacen detenerte y sentir que estás viviendo algo único.



Después de salir del bullicio de la ciudad, llegamos a los alrededores del Palacio Imperial de Tokio, uno de los lugares más emblemáticos de la capital japonesa. Aunque el interior del palacio está reservado y solo puede visitarse en ocasiones muy específicas, contemplarlo desde el exterior ya es una experiencia fascinante. Lo que más llama la atención es el contraste entre las imponentes murallas de piedra, los fosos llenos de agua y la vegetación perfectamente cuidada, en pleno centro de una megaciudad moderna.




El punto más fotografiado es sin duda el Puente Nijūbashi, con su elegante arco de piedra y la vista del palacio al fondo. Es un lugar que transmite una serenidad inesperada, como si el tiempo se detuviera unos instantes. A pesar de encontrarse rodeado de rascacielos y oficinas, el entorno del palacio parece conservar una atmósfera solemne, casi majestuosa, que recuerda que aquí reside la familia imperial japonesa. Pasear por los jardines exteriores, respirar el aire tranquilo del foso y contemplar la fortaleza desde varios ángulos es una forma perfecta de apreciar la mezcla de historia, poder y belleza natural que caracteriza a este lugar.



Uno de los momentos más curiosos a las puertas del Palacio Imperial es el cambio de guardia, una escena mucho más discreta que la de otros palacios del mundo, pero igualmente simbólica. Los guardias, con su uniforme impecable y movimientos perfectamente coordinados, realizan el relevo en completo orden y silencio, reflejando la disciplina y el respeto tan característicos de la cultura japonesa. No hay grandes ceremonias ni alardes, pero precisamente esa sobriedad le da un aire especial, casi solemne, que invita a observar en silencio. Presenciar este cambio de turno, con las murallas y el foso de fondo, hace sentir el peso de la tradición y la importancia de un lugar que sigue siendo el corazón histórico y espiritual de Japón.


La escultura de samurái que se ve junto al Palacio Imperial de Tokio representa a Kusunoki Masashige, una de las figuras más célebres de la historia japonesa.

Kusunoki Masashige fue un samurái del siglo XIV que luchó con absoluta lealtad por el emperador Go-Daigo durante las guerras contra el shogunato Kamakura. Es recordado como el símbolo máximo de la lealtad, el honor y el sacrificio, valores centrales del código del bushidō (el camino del guerrero). A pesar de saber que iba a morir en batalla, decidió mantenerse fiel al emperador hasta el final.

Por eso, su estatua se encuentra precisamente en los alrededores del Palacio Imperial: no está ahí solo como una obra artística, sino como un recordatorio constante del deber, la lealtad al emperador y el espíritu del samurái. La figura lo muestra montando su caballo, en actitud firme y vigilante, como si aún estuviera protegiendo el país.


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