sábado, 29 de noviembre de 2025

Euskadi: Un lienzo pintado por el tiempo y el mar (VI) Urkiola, hayedo de Otzarreta y Santurce

 En lo alto del macizo de Urkiola, donde el viento sopla libre y las montañas parecen tocar el cielo, se encuentra el Mirador de las Tres Cruces, un lugar que invita tanto al silencio como a la contemplación. El camino que asciende hasta él —entre hayas, rocas y senderos marcados por siglos de peregrinos— va preparando al visitante para el espectáculo que le aguarda.



Al llegar, las tres cruces blancas, erguidas sobre un promontorio rocoso, destacan contra el paisaje como guardianas antiguas del valle. Su presencia es simple pero poderosa: austeras, firmes, mirando hacia horizontes que parecen no terminar nunca. Para muchos, son un símbolo de devoción; para otros, de historia y tradición; pero para todos, representan un punto de encuentro entre el ser humano y la naturaleza.


Desde allí arriba, el mirador se abre como una ventana inmensa hacia el Anboto, hacia los valles verdes de Álava y Bizkaia, y hacia un mar de montes que se ondula hasta perderse en la distancia. En días despejados, el sol ilumina las cumbres y los prados como si fuera un escenario natural; en días nublados, las nubes se arremolinan entre las peñas, dando al lugar un aire místico, casi sagrado.


El viento, siempre presente, lleva consigo el olor de la montaña, y en ocasiones el tañido lejano del santuario de Urkiola llega hasta el mirador, recordando que este espacio ha sido durante generaciones parte de las rutas devocionales del País Vasco.

Estar en el Mirador de las Tres Cruces es sentirse pequeño y grande a la vez: pequeño ante la inmensidad de las montañas, grande por el privilegio de contemplarlas desde uno de los balcones naturales más hermosos de Euskadi.


Al adentrarte en el Hayedo de Otzarreta, el mundo exterior parece desvanecerse. Los sonidos de coches y pueblos quedan atrás, y lo único que acompaña tus pasos es el crujir de las hojas secas bajo tus pies y el susurro del viento entre los troncos. La luz se filtra entre las copas altas de las hayas, creando haces dorados que iluminan el sendero como si fueran focos naturales.



A cada paso, el bosque revela pequeños detalles: helechos que crecen en rincones húmedos, musgos que cubren las piedras y troncos, y hongos que surgen del suelo como diminutas esculturas. Se percibe la vida silenciosa de ciervos que se mueven a lo lejos y el canto intermitente de aves que se esconden entre las ramas.



Y luego llegas al arco de Otzarreta, donde varias hayas se entrelazan formando una especie de portal natural. Es imposible no detenerse y admirar su geometría orgánica: parece que la naturaleza misma hubiera querido crear un marco perfecto para el bosque. Aquí, la luz que cae a través del arco pinta el suelo de tonos cálidos, y sientes un silencio casi reverencial, como si el bosque contara historias antiguas que solo pueden escucharse caminando despacio.



En otoño, el hayedo se transforma en un mar de rojos, naranjas y dorados, y cada hoja caída parece una pequeña llama que cubre el sendero. En primavera y verano, la frescura y el verde intenso crean un contraste de vitalidad, y el aire huele a tierra húmeda y musgo. Cada instante invita a respirar profundamente y a dejarse envolver por la calma, por la sensación de estar en un lugar que ha existido siglos antes que tú y seguirá existiendo mucho después.



Caminar por Otzarreta es un viaje sensorial: sientes la textura rugosa de los troncos al tocar, escuchas los sonidos del bosque, ves cómo la luz cambia con cada paso y te das cuenta de que aquí, entre estas hayas centenarias, la naturaleza impone su ritmo y te recuerda que el tiempo puede detenerse, aunque sea solo por un momento.




Al salir del hayedo decidimos detenernos para disfrutar de un almuerzo más que contundente.







Santurce es un pueblo costero de Vizcaya que parece suspendido entre mar y montaña. Su puerto, siempre lleno de barcos de pesca y veleros, marca el ritmo del día: por la mañana se oyen las gaviotas y los motores de los barcos, mientras los pescadores descargan su captura fresca; al atardecer, el reflejo del sol en el Cantábrico pinta el agua de tonos dorados y anaranjados.



El casco urbano conserva calles tranquilas y plazas acogedoras donde se mezclan edificios tradicionales de piedra con construcciones más modernas, reflejo de una historia que ha ido adaptándose a los tiempos sin perder su carácter. Entre las calles se encuentran pequeños bares y cafés donde se percibe la vida cotidiana: vecinos charlando, aromas de pan recién horneado y el bullicio amable del comercio local. El puerto y el paseo marítimo son el corazón de Santurce. Allí se puede pasear mientras se siente la brisa marina, escuchar el vaivén de las olas y observar cómo la actividad portuaria se entrelaza con la vida recreativa: pescadores que reparan redes, turistas que toman fotos y niños jugando junto a los barcos.


Santurce no es solo un puerto: es un lugar donde la historia marítima, la vida cotidiana y la naturaleza costera se encuentran, creando un ambiente sereno pero vivo, donde cada rincón parece tener su propia historia que contar.









jueves, 27 de noviembre de 2025

Euskadi: Un lienzo pintado por el tiempo y el mar (V). Gernika, Tolosa y Bermeo

 Guernica (en euskera, Gernika-Lumo) es mucho más que una localidad del País Vasco: es un símbolo profundo de la memoria, la identidad y la resistencia. Situada en el corazón de Bizkaia, junto al estuario del río Oka, su historia combina raíces ancestrales, tragedia y renacimiento.



Durante siglos, Gernika fue el centro político y espiritual del pueblo vasco. Bajo el famoso Árbol de Gernika, los representantes de las distintas provincias juraban respetar los fueros vascos, un antiguo sistema de autogobierno. Aún hoy, ese roble —símbolo de libertad y tradición— sigue en pie junto a la Casa de Juntas, un elegante edificio neoclásico del siglo XIX donde se reúne el parlamento vizcaíno.

El Árbol de Gernika no es un único ejemplar, sino una saga de robles (Quercus robur) plantados uno tras otro a lo largo de los siglos, cada uno descendiente del anterior. El roble es un símbolo de continuidad, y en Gernika representa la permanencia de las libertades vascas, incluso frente a la destrucción y el paso del tiempo.

El árbol más antiguo conocido —el llamado árbol viejo— se cree que fue plantado hacia el siglo XIV. Murió en 1742, pero ya se había plantado otro a partir de una de sus bellotas. Desde entonces, se han sucedido varios:

  • El árbol viejo (hasta 1742).

  • El árbol hijo (1742–1860).

  • El árbol nieto (1860–2004), que es el más recordado del siglo XX.

  • Y el árbol actual, plantado en 2015, descendiente directo de los anteriores, que sigue creciendo junto a la Casa de Juntas.

Cerca del actual se conserva el tronco del árbol viejo, protegido bajo un templete de piedra, como un relicario histórico.

Así que, aunque el roble original murió hace siglos, el espíritu del Árbol de Gernika está muy vivo: es un símbolo de continuidad, de raíces que resisten. Cada nuevo árbol no reemplaza al anterior, sino que hereda su significado, recordando que la libertad, como la naturaleza, se renueva pero nunca muere. 

Pero el nombre de Gernika está inevitablemente ligado a una de las páginas más dolorosas del siglo XX. El 26 de abril de 1937, durante la Guerra Civil española, la ciudad fue bombardeada por la Legión Cóndor alemana, aliada de Franco. En apenas unas horas, la mayor parte del pueblo fue destruida y centenares de civiles murieron. Ese ataque, dirigido contra una población indefensa, se convirtió en símbolo universal del horror de la guerraLa tragedia inspiró a Pablo Picasso su obra maestra, el “Guernica”, un mural en blanco y negro que denuncia el sufrimiento de los inocentes y que se ha convertido en un icono mundial de la paz.



Hoy, Gernika ha renacido como una ciudad viva y luminosa, donde la historia convive con la cultura. Pasear por sus calles es descubrir un lugar que ha sabido transformar el dolor en memoria: el Museo de la Paz, el Parque de los Pueblos de Europa con esculturas de Chillida y Henry Moore, y el propio Árbol de Gernika recuerdan que de las ruinas puede surgir la esperanza.

En Gernika, el silencio de la historia y el murmullo del viento entre las hojas del roble parecen decir lo mismo: la paz no se olvida, se construye cada día.

Tolosa, situada a orillas del río Oria, en el corazón de Gipuzkoa, es una de esas villas vascas que combinan historia, carácter y vida cotidiana con una elegancia discreta. Fue durante siglos capital del territorio y todavía conserva ese aire de ciudad importante, con palacios de piedra, puentes antiguos y plazas llenas de vida.


Fundada en 1256 por Alfonso X el Sabio, Tolosa creció como un centro comercial y administrativo, gracias a su posición estratégica entre el interior y la costa. Aún hoy se percibe ese dinamismo en su mercado semanal de los sábados, uno de los más célebres del País Vasco, donde productores locales llenan las plazas de colores, aromas y acentos vascos. Pasear por su casco histórico es recorrer siglos de historia. 



El Arco de Tolosa, conocido también como el Portal de Castilla, es uno de los elementos más emblemáticos de la villa y una de sus puertas históricas de entrada. Se alza al final de la calle Mayor, marcando el acceso al casco antiguo desde el puente sobre el río Oria, como un umbral entre el pasado y el presente. Construido en el siglo XVIII, el arco formaba parte de la antigua muralla que protegía la ciudad cuando Tolosa era una villa amurallada. Con el tiempo, las murallas desaparecieron, pero el portal se mantuvo, convirtiéndose en símbolo de la identidad tolosarra. Su arquitectura, sobria y elegante, es de piedra arenisca, con un gran arco central de medio punto y un escudo monumental de la villa en su parte superior.

Durante siglos, por este arco entraban comerciantes, viajeros y ganaderos que llegaban desde Castilla —de ahí su nombre—, y era también el punto por donde se recibían a los invitados ilustres o se celebraban las procesiones y desfiles.


A la mitad de la calle Correo se alza el Palacio de Iturritza, un testigo silencioso de siglos pasados. Su fachada de piedra en sillería combinada con ladrillo rojo, fabricado en la antigua tejería municipal, le otorga un aire señorial pero a la vez auténticamente local. Sobre esta fachada descansan los escudos nobiliarios de Miguel Pérez de Mendiola y Magdalena de Unanue, los antiguos propietarios que, en 1612, cedieron el palacio a las monjas clarisas.

Durante más de cinco décadas, el edificio acogió a esta comunidad religiosa antes de que se trasladaran al Convento de Santa Clara, cruzando el puente de Navarra. Desde entonces, el palacio ha conservado su imponente presencia en la calle Korreo, una de las arterias más vivas del casco antiguo de Tolosa, donde la historia se mezcla con el ritmo cotidiano de la ciudad.


En el corazón de Tolosa, la Plaza de la Verdura sigue siendo un lugar donde la vida del pueblo se despliega entre puestos de frutas, verduras y productos locales. Pero lo que llama la atención del visitante moderno es su cubierta de cristal, que protege el mercado de la lluvia y el viento sin robarle un ápice de su luz natural. Al atravesar la plaza, uno puede sentir el calor del sol filtrándose suavemente a través de los paneles transparentes. Esta cubierta no solo es funcional: también es simbólica. Como un puente entre pasado y presente, respeta la arquitectura histórica de la plaza y sus edificios circundantes, mientras permite que la vida cotidiana continúe en plena armonía. El vidrio refleja los balcones antiguos y el cielo cambiante, creando un juego de luces que convierte cada visita en una experiencia casi poética. Así, la Plaza de la Verdura se mantiene como un espacio donde la tradición se encuentra con la modernidad, ofreciendo a vecinos y visitantes un lugar único donde la historia y la vida diaria se abrazan bajo un mismo techo transparente. 


La fachada de la Iglesia de Santa María es un impresionante ejemplo de gótico tardío, con ciertos elementos renacentistas que se añadieron con el tiempo. Al mirarla, lo primero que atrae la atención son los arcos apuntados de sus portadas, decorados con delicadas molduras y motivos escultóricos que representan figuras religiosas y simbólicas, una verdadera lección de arte y devoción tallada en piedra. El pórtico principal destaca por su riqueza ornamental: columnas esculpidas, arquivoltas detalladas y relieves que cuentan historias bíblicas. Encima, los ventanales con tracería gótica permiten que la luz se filtre hacia el interior, creando un juego de luces que cambia a lo largo del día y confiere al templo una atmósfera casi mágica.


Al atravesar las robustas puertas de la Iglesia de Santa María, uno se encuentra inmerso en un espacio que combina solemnidad y elegancia en cada detalle. La luz entra suavemente a través de los ventanales góticos con tracería, tiñendo de colores el suelo y los bancos de madera, y creando un juego de sombras que cambia con el paso del día, como si la iglesia respirara junto con la ciudad.

El interior se abre en una nave amplia y alta, sostenida por columnas esbeltas que se elevan hacia las bóvedas de crucería, demostrando la maestría de los constructores que supieron unir funcionalidad y belleza. Los retablos, ricamente decorados con dorados, tallas y pinturas, son verdaderos tesoros que narran episodios bíblicos y la vida de los santos, capturando la atención tanto de fieles como de visitantes.

El altar mayor se erige como el corazón del templo, con un equilibrio perfecto entre solemnidad y detalle artístico, mientras que las capillas laterales invitan a la contemplación más íntima. Cada esquina, cada estatua y cada relieve reflejan siglos de devoción, paciencia y talento, haciendo que el espacio no solo sea un lugar de culto, sino también un museo vivo del arte sacro.



Pasear por el interior de la iglesia es una experiencia casi sensorial: el eco de los pasos, el susurro de oraciones y la luz filtrada a través del cristal crean una atmósfera de recogimiento y belleza que permanece en la memoria mucho después de salir al bullicio del casco antiguo de Tolosa.

Rodeada de montañas y bañada por el Oria, Tolosa es una villa que respira autenticidad. No busca deslumbrar, pero lo consigue: por su belleza serena, su historia bien contada y su manera de mantener viva la raíz vasca sin perder el paso del tiempo.

domingo, 16 de noviembre de 2025

Euskadi: Un lienzo pintado por el tiempo y el mar (IV) San Sebastián

 

San Sebastián nace como pequeño asentamiento medieval junto al viejo puerto pesquero y ballenero, al abrigo del Monte Urgull. Durante siglos fue ciudad estratégica militar por su situación frente al golfo de Bizkaia y por su cercanía a Francia. Esta condición la convirtió en plaza fortificada, fortaleza de frontera y escenario directo de guerras, asedios e incendios. El momento que lo cambia todo llega en 1813: las tropas anglo-portuguesas que venían a liberar la ciudad de los franceses la incendian casi por completo. Ese incendio es la bisagra definitiva. De aquella tragedia surge la ciudad moderna. A partir de mediados del siglo XIX San Sebastián se rediseña en cuadrícula elegante, se derriban murallas y comienza su transformación hacia ciudad balnearia europea. La aristocracia europea la descubre. Y después, la reina María Cristina fija aquí su residencia de verano impulsando hoteles palaciegos, jardines, casinos, teatros, paseos marítimos y toda la estética Belle Époque que hoy define su imagen. La Concha se convierte en postal icónica de modernidad refinada.

En el siglo XX San Sebastián pasa otro proceso de reinvención: ciudad cultural, ciudad gastronómica, ciudad de festivales y vanguardia creativa. Pero manteniendo esa esencia única: elegante, marítima, curvada, equilibrada y luminosa.

Hoy Donostia es la ciudad donde la historia militar se convirtió en paisaje estético.
Donde la fortaleza medieval se transformó en ciudad para pasear y contemplar.
Una ciudad que evoluciona sin romper su imagen, siempre dialogando con el mar que la construyó.

Empezamos nuestra visita por la Catedral.

La Catedral del Buen Pastor es la gran referencia espiritual y arquitectónica de la San Sebastián moderna. No pertenece al mundo militar ni medieval como Urgull… pertenece al renacimiento elegante de la ciudad tras su reconstrucción y su salto al siglo XIX. Se levanta como aguja vertical que organiza el Ensanche romántico, y está diseñada para marcar eje, para ordenar ciudad, no para refugiarla.
Fue construida con la piedra arenisca clara característica de la zona, lo cual le da esa apariencia luminosa que cambia según la luz atlántica. Es neogótica, pero no intenta imitar el gótico oscuro centroeuropeo; intenta reinterpretarlo con la sensibilidad refinada y culta que Donostia abrazó en esa época en la que aspiraba a ser destino internacional aristocrático. Su torre es referencia urbana y desde muchísimos puntos de la ciudad aparece como hito vertical que asoma entre avenidas elegantes, plazas y jardines. Por eso esta catedral es símbolo de identidad moderna, porque representa la San Sebastián que se rehace tras el incendio de 1813, la ciudad que abandona la muralla y decide ser abierta, marítima, balnearia, sofisticada.

El interior del Buen Pastor sorprende porque es mucho más diáfano de lo que suele esperarse de una catedral neogótica. Aquí no hay un barroquismo abrumador ni un horror vacui, al contrario, la sensación dentro es de amplitud, de claridad y de verticalidad limpia.

Las naves se elevan en líneas muy puras, donde la luz entra filtrada por vidrieras que no buscan saturar, sino colorear la atmósfera con matices suaves. Esa luz atlántica entrando por vidrios altos es parte clave de la experiencia sensorial del interior: la piedra arenisca casi se vuelve dorada. El presbiterio es sobrio, muy ordenado visualmente, ya que toda la composición interior busca más armonía que impacto emocional violento.


Dentro del Buen Pastor, las capillas laterales y los retablos funcionan casi como pequeñas “estaciones” temáticas dentro del camino interior. No son capillas enormes, son recogidas,  casi íntimas y mantienen ese mismo lenguaje neogótico que envuelve toda la catedral, pero sin excesos ornamentales. Aquí el protagonismo no está en el oro, está en la serenidad.


Algunas capillas están dedicadas a advocaciones marianas muy importantes para el sentir vasco tradicional (algo muy propio del imaginario religioso del norte). En varias de ellas vamos a encontrar imágenes talladas con bastante expresividad pero sin dramatismo barroco —son figuras que transmiten calma, humanidad, presencia. Los retablos acompañan este estilo: madera trabajada con líneas góticas, agujas estilizadas, decoración fina, elementos que apuntan hacia lo vertical… pero contenido.

Son retablos que buscan elevar, no saturar. Y esto tiene una razón coherente con la visión inicial del templo: toda la catedral fue concebida como un espacio de equilibrio estético, y cada retablo y capilla forma parte de una misma partitura visual donde nada rompe la armonía global. Por eso, cuando vas recorriendo capilla por capilla no sientes desorden visual ni cambios agresivos de estilo.

Es como si cada pequeño altar lateral fuera un acorde distinto dentro de una misma música. Aquí no se quiso construir un interior para intimidar sino un espacio para elevar espiritualmente, sin agobio. Y esa es la mayor diferencia respecto a templos clásicos del norte europeo: esta catedral tiene alma elegante, luminosa, donostiarra.
Hacemos una parada para reponer fuerzas en Casa Vallés, un local con más de 80 años de historia, y una tortilla de bacalao exquisita e inimitable.





San Sebastián —o Donostia, en euskera— es una ciudad que respira elegancia por naturaleza, y su arquitectura juega un papel esencial en esa impresión. A diferencia de otras ciudades del norte de España, donde predomina la robustez o el pragmatismo constructivo, San Sebastián tiene un aire refinado, luminoso y afrancesado que la hace única.

Esa elegancia se explica, en gran medida, por su historia: a finales del siglo XIX y comienzos del XX, la ciudad se transformó en un destino de veraneo de la aristocracia y la alta burguesía, especialmente cuando la reina María Cristina la eligió como su residencia estival. Ese momento marcó su carácter arquitectónico: la ciudad se rediseñó para parecerse más a una pequeña urbe del Belle Époque francesa que a una villa pesquera del Cantábrico.


Por eso, los edificios de San Sebastián tienen fachadas armoniosas, balcones de hierro forjado, ornamentación discreta y proporciones equilibradas. No hay estridencias: la elegancia donostiarra es contenida, basada en la simetría y el gusto por el detalle. La zona del Ensanche, con sus avenidas amplias y edificios de piedra arenisca, es un ejemplo perfecto de ese estilo urbano clásico, sobrio y distinguido.


La tarta de queso de San Sebastián —o "La Viña cheesecake", como se la conoce en medio mundo— es ya casi un símbolo tan potente de la ciudad como su bahía. Es un postre que representa, a su manera, la elegancia sencilla y natural de Donostia: sin artificios, sin decoración innecesaria, pero con una profundidad de sabor que conquista desde el primer bocado. Su historia comienza en el bar La Viña, en la Parte Vieja donostiarra. Allí, el chef Santiago Rivera creó hace más de tres décadas una receta de tarta de queso que rompía con todo lo habitual: sin base de galleta, sin mermelada, sin coberturas, y con una capa exterior caramelizada, casi quemada, que encierra un corazón cremoso y tembloroso.


La Calle Mayor (Kale Nagusia) es el corazón del Casco Viejo de San Sebastián, una de sus calles más emblemáticas y con más vida. Nace frente a la Basílica de Santa María del Coro, una joya barroca que domina la vista desde un extremo, y atraviesa el entramado antiguo hasta la Plaza de la ConstituciónCaminar por ella es sumergirse en la esencia donostiarra: balcones con flores, bares de pintxos repletos, tiendas tradicionales y el bullicio constante de vecinos y visitantes. En sus fachadas aún se aprecia la estructura del siglo XIX, cuando el casco antiguo fue reconstruido tras el incendio de 1813, con edificios de piedra, balcones de hierro y proporciones elegantes.


La Basílica de Santa María del Coro, situada al final de la Calle Mayor del Casco Viejo de San Sebastián, es una de las imágenes más icónicas de la ciudad. Su fachada barroca, imponente y ornamentada, contrasta con la sobriedad del entorno urbano y actúa como un auténtico telón de fondo para la calle. Construida en el siglo XVIII, la iglesia está encajada entre edificios, pero aun así impone respeto por su riqueza escultórica y su verticalidad. En el centro de la fachada destaca la imagen de San Sebastián mártir, patrón de la ciudad, en una hornacina rodeada de relieves y motivos decorativos. A sus pies, una gran puerta de entrada en arco da paso al templo, flanqueada por columnas salomónicas y rematada por un escudo y una torre reloj. El conjunto combina piedra arenisca dorada, típica de la zona, con una composición muy teatral, casi escenográfica. Cuando uno avanza por la Calle Mayor y la basílica aparece al fondo, la perspectiva está perfectamente calculada: la vista se eleva hacia el cielo, reforzando esa sensación de solemnidad y belleza barroca que define tan bien el alma clásica de San Sebastián.


La Plaza de la Constitución es el auténtico corazón del Casco Viejo de San Sebastián y uno de los espacios más representativos de la ciudad, un lugar donde se cruzan la historia, la vida cotidiana y la identidad donostiarra.

Su forma es cuadrada y armoniosa, rodeada de edificios porticados con balcones idénticos, todos pintados con tonos ocres y cremas que le dan una sensación de orden y elegancia. Lo más curioso es que sobre cada balcón hay números pintados: son los antiguos números de los palcos del tiempo en que la plaza funcionaba como plaza de toros, en el siglo XIX. Hoy esos balcones son viviendas, pero los números se conservan como testimonio histórico.

En el centro, el espacio abierto invita al encuentro: niños jugando, terrazas repletas, músicos callejeros y el rumor de conversaciones. Aquí se celebran las fiestas más importantes de la ciudad, como el día de San Sebastián, cuando la plaza se llena de tambores y emoción.


La Casa Consistorial de San Sebastián, actual Ayuntamiento, es uno de los edificios más elegantes y emblemáticos de la ciudad, situado cerca de la playa de La Concha, en los Jardines de Alderdi EderFue inaugurada en 1887, pero no nació como sede municipal: originalmente albergaba el Gran Casino de San Sebastián, un lujoso centro de ocio y juego que atraía a la aristocracia europea durante la Belle Époque. Por sus salones pasaron reyes, diplomáticos y artistas, y su arquitectura refleja perfectamente ese esplendor de fin de siglo.

El edificio combina elementos neoclásicos y eclécticos, con una fachada simétrica, torres laterales, amplios ventanales y una decoración refinada, pero sin excesos. Su tono dorado —de piedra arenisca— brilla especialmente con la luz del atardecer, integrándose con la bahía y los jardines que lo rodean. En 1924, tras prohibirse el juego en España, el casino cerró sus puertas y, años después, en 1947, el edificio se convirtió en Ayuntamiento. Desde entonces, ha sido símbolo de la ciudad: un lugar que une el glamour de su pasado aristocrático con el dinamismo actual de una Donostia moderna y culta.


El tiovivo de San Sebastián, también situado en los Jardines de Alderdi Eder, frente al Ayuntamiento, es uno de los rincones más entrañables y fotogénicos de la ciudad. Se trata de un carrusel clásico de dos pisos, con caballitos, carrozas y figuras decoradas con motivos de inspiración francesa, luces cálidas y música nostálgica. Su estética recuerda a los tiovivos de finales del siglo XIX y principios del XX, lo que encaja perfectamente con el aire belle époque que caracteriza esa zona de Donostia.

Más que una simple atracción infantil, el tiovivo es un símbolo sentimental de la ciudad. Generaciones de donostiarras han pasado por allí, y para muchos visitantes se ha convertido en una imagen icónica: el carrusel girando lentamente, con el mar al fondo, las barandillas blancas del paseo y el Monte Urgull vigilando desde lejos. De día, su colorido alegra el paseo; de noche, iluminado, añade un toque casi mágico al paisaje urbano. Es un detalle pequeño, pero que resume a la perfección el espíritu de San Sebastián: nostalgia, elegancia y una alegría tranquila que mira siempre al mar.


La playa de La Concha es el gran emblema de San Sebastián y una de las bahías más bellas del mundo. Su forma perfecta de concha —de ahí su nombre— y su equilibrio entre naturaleza y urbanidad la convierten en un lugar casi mítico, donde el mar y la ciudad se funden con una armonía poco común.

A lo largo de su kilómetro y medio de arena fina, La Concha se abre suavemente entre los montes Urgull e Igeldo, con la isla de Santa Clara en el centro, como un punto de calma en medio del agua. Desde el paseo marítimo, bordeado por la famosa barandilla blanca diseñada a principios del siglo XX, la vista es una postal viva que cambia con la luz, las mareas y las estaciones.


Durante el verano, es el lugar donde late la vida donostiarra: familias, bañistas, remeros y paseantes comparten el espacio en una coreografía tranquila. En invierno, en cambio, la playa se vuelve más silenciosa, melancólica, con el viento del Cantábrico levantando la espuma y los surfistas desafiando las olas.La Concha no es solo una playa urbana: es el salón al aire libre de San Sebastián, el escenario donde la ciudad se contempla a sí misma. Sus balnearios históricos, sus vestuarios centenarios, el paseo elegante y las vistas perfectas resumen la esencia de Donostia: una mezcla de belleza natural, refinamiento urbano y serenidad atlántica.

La estatua del Sagrado Corazón de Jesús, que corona el Monte Urgull, es una de las siluetas más reconocibles del paisaje de San Sebastián. Desde casi cualquier punto de la ciudad puede verse su figura vigilante, extendiendo los brazos sobre la bahía y los tejados del Casco Viejo, como un símbolo de protección y serenidad.

Fue inaugurada en 1950 y mide unos 12 metros de altura, aunque al estar situada sobre el Castillo de la Mota —una antigua fortaleza del siglo XII— alcanza en total unos 80 metros sobre el nivel del mar, dominando toda la ciudad. La escultura, obra del artista Federico Coullaut-Valera, representa a Cristo con el corazón visible en el pecho y una expresión serena, mirando hacia el mar Cantábrico.


El Peine del Viento (Peine del Viento XV), situado al final de la playa de Ondarreta, al pie del monte Igeldo, es una de las obras más emblemáticas de San Sebastián y uno de los grandes símbolos del arte contemporáneo vasco.


Creado en 1977 por el escultor Eduardo Chillida en colaboración con el arquitecto Luis Peña Ganchegui, el conjunto está formado por tres esculturas de acero ancladas en las rocas, enfrentadas al Cantábrico. Cada una de ellas parece emerger de la piedra como si el viento y el mar las hubieran modelado durante siglos. Su forma curva, poderosa y a la vez armoniosa, da la sensación de que el viento literalmente se “peina” al pasar por ellas —de ahí el nombre.

El entorno fue diseñado cuidadosamente: una plaza de granito rosado se abre hacia el mar, con orificios en el suelo por los que el agua y el aire salen a presión cuando las olas golpean las rocas, creando un espectáculo natural de viento, sonido y salitre. Es un diálogo entre el arte, la naturaleza y los elementos, donde la escultura no domina el paisaje, sino que lo completa.

El Peine del Viento no es solo una obra para mirar, sino para sentir: el rugido del mar, la fuerza del viento, el olor del salitre y la vista abierta sobre la bahía y el horizonte del Cantábrico. Es un lugar donde la ciudad termina y comienza el océano; donde Chillida logró expresar, con hierro y piedra, el alma de San Sebastián: la unión entre la naturaleza indómita y la elegancia humana.