En lo alto del macizo de Urkiola, donde el viento sopla libre y las montañas parecen tocar el cielo, se encuentra el Mirador de las Tres Cruces, un lugar que invita tanto al silencio como a la contemplación. El camino que asciende hasta él —entre hayas, rocas y senderos marcados por siglos de peregrinos— va preparando al visitante para el espectáculo que le aguarda.
Al llegar, las tres cruces blancas, erguidas sobre un promontorio rocoso, destacan contra el paisaje como guardianas antiguas del valle. Su presencia es simple pero poderosa: austeras, firmes, mirando hacia horizontes que parecen no terminar nunca. Para muchos, son un símbolo de devoción; para otros, de historia y tradición; pero para todos, representan un punto de encuentro entre el ser humano y la naturaleza.
Desde allí arriba, el mirador se abre como una ventana inmensa hacia el Anboto, hacia los valles verdes de Álava y Bizkaia, y hacia un mar de montes que se ondula hasta perderse en la distancia. En días despejados, el sol ilumina las cumbres y los prados como si fuera un escenario natural; en días nublados, las nubes se arremolinan entre las peñas, dando al lugar un aire místico, casi sagrado.
El viento, siempre presente, lleva consigo el olor de la montaña, y en ocasiones el tañido lejano del santuario de Urkiola llega hasta el mirador, recordando que este espacio ha sido durante generaciones parte de las rutas devocionales del País Vasco.
Estar en el Mirador de las Tres Cruces es sentirse pequeño y grande a la vez: pequeño ante la inmensidad de las montañas, grande por el privilegio de contemplarlas desde uno de los balcones naturales más hermosos de Euskadi.
Al adentrarte en el Hayedo de Otzarreta, el mundo exterior parece desvanecerse. Los sonidos de coches y pueblos quedan atrás, y lo único que acompaña tus pasos es el crujir de las hojas secas bajo tus pies y el susurro del viento entre los troncos. La luz se filtra entre las copas altas de las hayas, creando haces dorados que iluminan el sendero como si fueran focos naturales.
A cada paso, el bosque revela pequeños detalles: helechos que crecen en rincones húmedos, musgos que cubren las piedras y troncos, y hongos que surgen del suelo como diminutas esculturas. Se percibe la vida silenciosa de ciervos que se mueven a lo lejos y el canto intermitente de aves que se esconden entre las ramas.
Y luego llegas al arco de Otzarreta, donde varias hayas se entrelazan formando una especie de portal natural. Es imposible no detenerse y admirar su geometría orgánica: parece que la naturaleza misma hubiera querido crear un marco perfecto para el bosque. Aquí, la luz que cae a través del arco pinta el suelo de tonos cálidos, y sientes un silencio casi reverencial, como si el bosque contara historias antiguas que solo pueden escucharse caminando despacio.
En otoño, el hayedo se transforma en un mar de rojos, naranjas y dorados, y cada hoja caída parece una pequeña llama que cubre el sendero. En primavera y verano, la frescura y el verde intenso crean un contraste de vitalidad, y el aire huele a tierra húmeda y musgo. Cada instante invita a respirar profundamente y a dejarse envolver por la calma, por la sensación de estar en un lugar que ha existido siglos antes que tú y seguirá existiendo mucho después.
Caminar por Otzarreta es un viaje sensorial: sientes la textura rugosa de los troncos al tocar, escuchas los sonidos del bosque, ves cómo la luz cambia con cada paso y te das cuenta de que aquí, entre estas hayas centenarias, la naturaleza impone su ritmo y te recuerda que el tiempo puede detenerse, aunque sea solo por un momento.
Santurce es un pueblo costero de Vizcaya que parece suspendido entre mar y montaña. Su puerto, siempre lleno de barcos de pesca y veleros, marca el ritmo del día: por la mañana se oyen las gaviotas y los motores de los barcos, mientras los pescadores descargan su captura fresca; al atardecer, el reflejo del sol en el Cantábrico pinta el agua de tonos dorados y anaranjados.
El casco urbano conserva calles tranquilas y plazas acogedoras donde se mezclan edificios tradicionales de piedra con construcciones más modernas, reflejo de una historia que ha ido adaptándose a los tiempos sin perder su carácter. Entre las calles se encuentran pequeños bares y cafés donde se percibe la vida cotidiana: vecinos charlando, aromas de pan recién horneado y el bullicio amable del comercio local. El puerto y el paseo marítimo son el corazón de Santurce. Allí se puede pasear mientras se siente la brisa marina, escuchar el vaivén de las olas y observar cómo la actividad portuaria se entrelaza con la vida recreativa: pescadores que reparan redes, turistas que toman fotos y niños jugando junto a los barcos.
Santurce no es solo un puerto: es un lugar donde la historia marítima, la vida cotidiana y la naturaleza costera se encuentran, creando un ambiente sereno pero vivo, donde cada rincón parece tener su propia historia que contar.




































































