Partir de Bekopaka, el pequeño pueblo a orillas del río Manambolo, es como dejar atrás un rincón perdido en el tiempo. Tras las maravillas del Tsingy de Bemaraha, el viaje hacia Morondava comienza al alba, cuando el sol aún se estira sobre la sabana malgache. El camino no es sencillo. La ruta es de tierra, a menudo irregular, cruzada por baches, piedras y tramos en los que el 4x4 parece bailar entre nubes de polvo rojizo. Se atraviesan pequeños pueblos, donde los niños saludan con sonrisas enormes y los mercados muestran frutas exóticas, telas de colores y el ritmo pausado de la vida rural.
Uno de los momentos más pintorescos es volver a cruzar el río Tsiribihina, donde una barcaza de madera —casi mágica en su fragilidad— transporta vehículos y pasajeros sobre las aguas tranquilas. Aquí, el tiempo parece detenerse.
A medida que se avanza hacia el sur, el paisaje va cambiando: baobabs solitarios comienzan a aparecer, erguidos como guardianes silenciosos del camino.
Morondava es una ciudad donde el mar tiene un papel protagonista. Su costa se extiende en una mezcla de playas tranquilas y manglares que se funden con el océano Índico. A lo largo del día, el mar cambia de color según la luz: por la mañana, sus aguas son un azul claro, casi transparente, que deja entrever el fondo arenoso y las pequeñas conchas. Por la tarde, se vuelve más profundo, reflejando el cielo y creando un contraste con la arena dorada que caracteriza la costa.
La marea juega un papel clave aquí. En bajamar, grandes extensiones de arena quedan al descubierto, revelando charcos y canales donde la vida marina se concentra. Es común ver a los pescadores locales aprovechando estos momentos para capturar langostinos o cangrejos, que luego venden en el mercado o cocinan al momento. La pesca artesanal sigue siendo la forma principal de vida vinculada al mar para la gente de Morondava. Los barcos tradicionales, con velas coloridas y estructuras de madera, navegan cerca de la costa. Al anochecer, vuelven cargados de pescado fresco, y es cuando el mercado cobra vida con aromas a mar, especias y fuego.
Llegar a la Avenida de los Baobabs es una experiencia que sientes casi como si descubrieras un lugar secreto. Situado a unos 20 minutos en coche o moto desde Morondava, el camino ya prepara el ánimo: una carretera de tierra rojiza flanqueada por campos abiertos, con la silueta de los enormes baobabs asomando a lo lejos.
Cuando empiezas a verlos de cerca, la primera impresión es su tamaño impresionante. Estos árboles, que pueden medir hasta 30 metros de altura y tener troncos de varios metros de diámetro, parecen sacados de otro planeta. Algunos tienen más de 800 años, y su longevidad está ligada a su capacidad para almacenar grandes cantidades de agua en sus troncos, una adaptación vital en la temporada seca de Madagascar.
Las ramas, que parecen raíces al revés, se extienden hacia el cielo de forma peculiar, dándoles una apariencia única y casi surrealista. Por eso a menudo se les llama “árboles botella”, ya que su forma recuerda a este objeto. Además, estos baobabs son vitales para la comunidad local: sus frutos comestibles, ricos en vitamina C, son usados en la alimentación y la medicina tradicional.
La luz del atardecer es el mejor momento para visitarlos. El sol baja y pinta el paisaje con tonos dorados y anaranjados, y los baobabs se recortan contra el cielo con una presencia casi majestuosa. Caminar entre ellos es sentir el peso de la historia y la naturaleza, un silencio profundo solo interrumpido por el viento o el canto lejano de algún pájaro.
Es común ver algunos locales cerca, quizás vendiendo artesanías o simplemente descansando bajo la sombra. La atmósfera es tranquila y respetuosa; la Avenida de los Baobabs no es solo un lugar para tomar fotos, sino un espacio para conectar con un paisaje ancestral que ha sobrevivido a siglos de cambios.
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