El sol apenas ha comenzado a levantar la bruma matinal sobre las aguas tranquilas del Tsiribihina. En el pequeño embarcadero de Tsimafana, un puñado de viajeros y barqueros se preparan para la travesía. El aire es húmedo y cargado con el olor terroso del río y la vegetación cercana. El murmullo de las palmas y los cantos de las aves crean una atmósfera casi sagrada.
Las piraguas, algunas a motor y otras tradicionales, esperan en la orilla. Los barqueros, expertos en estas aguas, cargan víveres, mochilas, bidones de agua, y a veces incluso ganado pequeño. Todo se asegura con cuidado: el río Tsiribihina, aunque sereno a simple vista, puede tener corrientes inesperadas.
Al zarpar, la barca se desliza con suavidad sobre el agua. El embarcadero se aleja lentamente, revelando un paisaje de márgenes verdes y acantilados ocre a lo lejos. Monos de cola larga saltan entre los árboles, y algún que otro cocodrilo asoma su hocico más adelante, inmóvil en la superficie. El canto de los lémures se mezcla con el chapoteo del agua contra la canoa.
Los viajeros observan en silencio, con la certeza de que están cruzando no solo un río, sino un umbral hacia un Madagascar más profundo y ancestral. Al llegar al otro lado, el embarcadero siguiente no siempre es evidente; a veces es solo una orilla de arena, otras una pequeña aldea donde los niños corren a recibir a los forasteros con sonrisas tímidas y curiosas.
Al día siguiente, la canoa nos espera en la orilla del Manambolo, un río ancho y tranquilo que serpentea al pie de los famosos Tsingy de Bemaraha. El aire es fresco y el silencio se impone, roto solo por el leve roce de la barca contra el agua y el canto lejano de los pájaros.
A medida que avanzamos, el río se vuelve más estrecho y sombrío. El agua es de un oscuro marrón, cargada de sedimentos.
El guía nos señala una abertura: una cueva. Entramos. Dentro, el frescor aumenta. Las estalactitas cuelgan como colmillos del techo, y en las paredes, dibujos antiguos de los Vazimba —los primeros habitantes de la isla— nos observan como testigos mudos de otro tiempo. Algunos dicen que sus espíritus aún habitan estas tierras.
Al salir de la cueva, la luz del sol nos ciega por un instante. La barca sigue deslizándose.
Mientras la barca avanza lentamente entre los acantilados de piedra caliza, el guía nos pide que bajemos la voz. No por el eco o por respeto al silencio natural del lugar, sino porque estamos entrando en tierra sagrada. Alzamos la vista y, allí, suspendidas a varios metros del suelo, aparecen las tumbas. Son pequeñas cavidades abiertas en la roca, algunas cubiertas por maderas cruzadas o tejidos deshilachados por el tiempo. En otras, apenas se distinguen los restos de ataúdes antiguos, deshechos por la intemperie, ocultos entre sombras y líquenes.
Estas son tumbas Vazimba, nos dice nuestro guía Tsory en voz baja. Los Vazimba fueron —según la tradición oral— los primeros habitantes de Madagascar, considerados por muchos como espíritus primordiales. Enterrarlos en los acantilados no era sólo una cuestión práctica, sino espiritual: cuanto más alto se depositaban los restos, más cerca del cielo estaban las almas. Más allá del misterio, hay algo profundamente conmovedor en estas tumbas. No están ocultas: están expuestas, enfrentadas al viento, a la lluvia, al sol ardiente. Es como si la muerte no se escondiera, sino que formara parte del paisaje. Los vivos navegan por el río, los muertos los miran desde lo alto.
La barca se aleja. Las tumbas van quedando atrás, diminutas sobre las paredes del cañón. Pero la sensación de haber estado bajo la mirada de los ancestros persiste, silenciosa y poderosa, como la corriente del río. Los niños de la aldea juegan en la orilla, saludándonos con entusiasmo. Sus voces resuenan con alegría, devolviéndonos a la realidad después de lo que parecía un viaje místico. El paseo termina cerca de una playa fluvial, donde algunas canoas reposan al sol. Nos bajamos con cierta reverencia, como si hubiéramos cruzado no solo un río, sino un umbral hacia el corazón más profundo de Madagascar.
El aire ya empieza a calentarse cuando nos montamos en el todoterreno. El polvo rojo se levanta detrás del vehículo como una estela, y el rumor del motor se mezcla con el canto de las cigarras. El camino hacia los Tsingy no es fácil, pero cada bache parece parte del rito de paso hacia algo que no pertenece del todo a este mundo.
Después de más de una hora de sacudidas, llegamos a la entrada del parque. Un cartel de madera, medio comido por el sol y el tiempo, nos da la bienvenida. Más allá, se extiende un laberinto de piedra: el Tsingy de Bemaraha. En malgache, "tsingy" significa "donde no se puede caminar descalzo", y bastan unos pasos para entender por qué.
En lo alto, el mundo cambia. La vista se extiende hasta donde la mirada alcanza, un mar de agujas que parecen olas congeladas. Aquí y allá, crecen pequeños árboles, torcidos por el viento, aferrados a la piedra con raíces imposibles.
Lo que parece un laberinto de agujas es, en realidad, un vasto sistema kárstico: formaciones creadas durante millones de años por la acción del agua de lluvia ligeramente ácida sobre la piedra caliza. El resultado es un relieve que parece salido de una novela de ciencia ficción. Algunos pináculos alcanzan los 50 metros de altura, intercalados con grietas profundas, cavernas, puentes naturales y túneles subterráneos. Geológicamente, este lugar es una reliquia viva. Parte de su estructura se remonta al Jurásico medio, cuando esta región era un fondo marino. Al elevarse y exponerse a la erosión, la roca se transformó en lo que vemos hoy: un mar de piedra donde cada paso debe ser calculado.
El descenso es otra aventura: túneles, pasajes secretos, ecos de nuestros pasos en cuevas húmedas donde el aire huele a piedra antigua. El guía nos habla de los pueblos que veneraban estos lugares, que nunca se adentraban más allá de cierto punto. Decían que los espíritus dormían entre las rocas, y que despertarlos traía mala suerte.
Cuando por fin regresamos a la base, el sol ya cae lento, tiñendo de naranja las puntas más altas del Tsingy. Nos quitamos los arneses. Las manos están sucias, las piernas cansadas, pero en los ojos llevamos algo más difícil de limpiar: esa mezcla de asombro, respeto y pequeñez que sólo ciertos lugares del mundo te pueden regalar.
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