La Reserva Privada de Vakona forma parte del corredor ecológico entre el Parque Nacional de Andasibe-Mantadia y el bosque de Analamazaotra, lo que le confiere un papel estratégico como refugio intermedio para especies que requieren conectividad ecológica. A diferencia de otras reservas más vastas y estrictamente protegidas, Vakona nace como una iniciativa privada con un enfoque tanto turístico como de conservación activa. Aunque su extensión no es muy grande, su valor reside en la forma en que facilita el contacto directo entre los visitantes y la fauna endémica, especialmente los lémures, sin dejar de lado el respeto por el entorno. Los cocodrilos que habitan en la reserva son cocodrilos del Nilo, una especie originaria de África continental que también se encuentra de forma natural en Madagascar. Son reptiles grandes, capaces de superar los 4 metros de longitud, y considerados uno de los mayores depredadores del ecosistema acuático malgache.


Aunque están en un entorno cerrado, este espacio está diseñado para ser seguro para los visitantes y permite observar a estos animales en estanques y áreas soleadas donde pasan gran parte del día. Se proporciona información sobre su biología, comportamiento y el papel ecológico que juegan como reguladores de poblaciones animales en humedales.
En el pasado, algunos cocodrilos del parque fueron criados para fines comerciales (cuero y carne), pero hoy el enfoque es principalmente turístico y educativo. Parte del objetivo es desmitificar al cocodrilo, enseñar sobre su rol en el ecosistema y mostrar cómo convive con comunidades humanas en zonas rurales de Madagascar, donde aún causa conflictos (especialmente por ataques en ríos).
Aunque tienen un rol secundario en comparación con los lémures y cocodrilos, algunas especies de tortugas terrestres y acuáticas también están presentes en la Reserva Vakona, usualmente en recintos más pequeños o semiabiertos dentro del complejo. Aquí podemos encontrar la Tortuga radiada, una de las tortugas más emblemáticas de Madagascar, fácilmente reconocible por sus patrones radiales en el caparazón. Es una especie en peligro crítico de extinción por la pérdida de hábitat y la caza ilegal o la Tortuga estrellada de Madagascar aún más rara y casi exclusiva del noroeste del país, aunque menos común en reservas privadas.
Salir de Antananarivo al amanecer es como abandonar una ciudad en la que el tiempo camina con prisas. La capital despierta envuelta en neblina, con el bullicio de mercados ya activos, los cláxones de los taxis colectivos y el aroma denso de café fuerte y pan recién horneado. Pero en cuanto el asfalto se va transformando en la Ruta Nacional 7, la ciudad se queda atrás, y empieza una transformación sutil, como si el país se despintara de lo urbano y se volviera otra vez tierra.
La carretera serpentea por colinas de laterita, esa tierra roja tan malgache que tiñe el paisaje con un color intenso, casi de fuego. A cada curva, aparecen campos de arroz en terrazas que brillan como espejos, reflejando un cielo aún pálido, y niños descalzos que saludan con una mezcla de alegría y curiosidad. Las casas, altas y rojizas, con balcones de madera, parecen parte del terreno, como si brotaran de la tierra. Son los pueblos Merina, que conservan una arquitectura tan sencilla como hermosa, y una vida que transcurre al ritmo del sol y del cebú.
A veces, la carretera sube y de repente se abre una vista panorámica: valles cubiertos de cultivos, pequeños lagos escondidos entre los montes, mujeres que caminan kilómetros con cántaros en la cabeza. El aire es limpio, seco, con olor a leña y eucalipto. En las orillas del camino, los vendedores improvisan sus puestos: pirámides de piñas, manojos de zanahorias recién arrancadas, panecillos dulces envueltos en telas, y siempre alguna sonrisa rápida y generosa.



A medida que se avanza, el paisaje se vuelve más montañoso. Rocas oscuras emergen entre los cultivos como viejos guardianes. Algunas parecen haber sido puestos ahí a propósito, como si los dioses las dejaran olvidadas durante la creación.
Las tumbas malgaches no son solo lugares de descanso eterno, sino auténticos testigos de la profunda relación entre los malgaches y sus antepasados. En muchas regiones de Madagascar, especialmente entre los pueblos de las tierras altas como los Merina, las tumbas son estructuras sagradas, construidas con esmero y respeto, a menudo más elaboradas que las casas de los vivos. Algunas tumbas son de piedra o ladrillo, con tejados puntiagudos o esculturas decorativas, mientras que otras, en el sur del país, están adornadas con "aloalo", postes tallados con símbolos que representan la vida del difunto: escenas de caza, animales, elementos de la vida cotidiana o incluso detalles más personales.
Más allá de su función funeraria, las tumbas son centros de memoria familiar y espiritual. En ciertos períodos, los cuerpos son desenterrados en una ceremonia llamada famadihana (el "vuelco de los huesos"), donde se celebran rituales, danzas y banquetes en honor a los antepasados, envolviendo los restos en nuevos sudarios. Esta práctica refuerza los lazos familiares y mantiene viva la conexión entre los vivos y los muertos.
En la cultura malgache, la muerte no es el final, sino una transformación. Por eso, las tumbas no son sitios de tristeza, sino de continuidad, donde el espíritu sigue presente, guiando, protegiendo y siendo parte activa de la comunidad.
Y entonces, tras unas tres o cuatro horas de camino, aparece Antsirabe, con su aire europeo, su clima fresco y sus calles llenas de pousse-pousse pintados a mano. Es una ciudad tranquila, con jardines bien cuidados y antiguos hoteles coloniales.
El mercado de Antsirabe, en el corazón de las tierras altas de Madagascar, es un hervidero de colores, aromas y voces que se entrelazan como una sinfonía caótica. Al recorrer sus pasillos polvorientos, uno se encuentra con puestos improvisados donde se apilan frutas tropicales, telas vibrantes y artesanías talladas a mano. El murmullo constante de los comerciantes, mezclado con el tintinear de monedas y el ocasional relincho de un pousse-pousse, crea una atmósfera viva y auténtica. Aquí, el tiempo parece fluir al ritmo de la vida cotidiana: lento, cercano, humano. Más que un simple lugar de intercambio, el mercado de Antsirabe es el alma de la ciudad, donde cada objeto cuenta una historia y cada sonrisa refleja la calidez de su gente.





Hay un sonido particular que anuncia que te estás acercando: un martilleo seco, constante, casi rítmico. No es el de una fábrica moderna, ni el estruendo de máquinas automáticas. Es más bien un pulso artesanal, un latido de metal que nace de manos humanas. Así suenan los talleres de fundición de aluminio en Madagascar, pequeños espacios donde el fuego y la creatividad dan vida a cucharones, marmitas, moldes y figuras decorativas a partir de lo que otros desechan. En los barrios periféricos de Antsirabe o Ambatolampy —ciudad famosa por esta práctica— estos talleres se esconden a plena vista, detrás de muros de ladrillo o bajo techos de chapa ondulada. No hay letreros, ni vitrinas. Pero basta con seguir el olor a humo y el polvo metálico para dar con ellos.


Dentro, el calor es espeso. Un horno improvisado, alimentado con carbón vegetal y ventilado con fuelles manuales o ventiladores reciclados, mantiene el aluminio a punto de fusión. Pero el verdadero arte comienza mucho antes, cuando un grupo de hombres y adolescentes selecciona cuidadosamente las chatarra de aluminio: tapas de motor, latas de bebidas, ruedas viejas… Todo sirve. Todo se funde. Al lado, en el suelo, se alinean moldes hechos de arena húmeda y arcilla, cuidadosamente tallados a mano. Los modelos pueden ir desde una simple olla hasta una réplica en miniatura de un pousse-pousse o una escultura de zafimaniry. No hay ordenadores, ni medidores digitales. Todo se hace a ojo y por experiencia, por memoria heredada de padres y abuelos. Cuando el aluminio alcanza la temperatura adecuada, alguien —con un trapo envuelto en la mano y el rostro cubierto de hollín— vierte el metal líquido dentro del molde. El chorro es breve pero preciso. Es un instante silencioso, casi sagrado, donde la chatarra se transforma en objeto útil. Luego viene la espera, el enfriamiento, el desmolde. Y entonces, como por arte de magia, aparece una forma nueva: un cucharón brillante, una tetera rústica, una figura pulida.


Los más jóvenes se encargan del pulido con piedras abrasivas o cepillos hechos con clavos gastados. Hay fuego, pero también paciencia. Hay ruido, pero también orgullo. Lo más asombroso de todo es que en estos talleres no se desperdicia nada. Las limaduras vuelven al horno, las piezas defectuosas se funden otra vez, incluso los moldes rotos sirven para estabilizar otros nuevos. Es una economía circular ancestral, nacida no de moda ecológica, sino de necesidad y sabiduría práctica. Y aunque todo huele a carbón y esfuerzo, hay una cierta belleza en lo que se hace. Porque estos talleres no solo fabrican objetos: conservan un oficio, una forma de vivir el trabajo con las manos. En un país donde los recursos son escasos y la tecnología llega a cuentagotas, aquí se ve un tipo de innovación que no se enseña en las escuelas: la del ingenio cotidiano, la del reciclaje elevado a arte. Si tienes la suerte de entrar, quizás te ofrezcan una sonrisa tímida y te muestren cómo se talla un molde con un clavo y un cuchillo. Quizás incluso puedas llevarte una pequeña figura o un objeto de cocina, con marcas que no son imperfecciones, sino cicatrices de su nacimiento en el fuego, porque en Madagascar, el aluminio no muere: se transforma, una y otra vez, con manos negras de hollín y corazones que laten al ritmo del martillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario