jueves, 3 de septiembre de 2015

Escapada a El Aaiun (y III)

A veces, cuando el viajero se deja llevar por un guía de confianza, no sólo podrá disfrutar de los monumentos arquitectónicos o los paisajes naturales de un país, sino que también deleitará su pupila con pequeñas sorpresas que le regalará su cicerone turístico.

Sobre todo si es gran amante de la fotografía y de los escenarios impactantes como el de éste rincón.


Después de pasear durante la mañana por la costa saharaui, llegamos a una de las playas de El Marsa. Como era domingo, el litoral estaba siendo tomado por familias que iban a pasar la tarde allí, montando improvisadas jaimas con telas y plásticos y dedicando un buen rato a preparar la comida familiar. Deambulamos entre ellos, saludando y permitiéndonos un vistazo rápido y disimulado a los interiores efímeros de las casetas hasta llegar a un punto en el que emergía un espejismo en forma de barco.




Varado en la arena, a muy poca distancia de la orilla ( tan poca que se podía llegar caminando sin necesidad de nadar) se encontraba un pesquero islandés construido en 1980, rebautizado con un nombre muy poco nórdico y que irremediablemente nos llevaba a recordar aquella canción inmortalizada por Doris Day y otros solistas de los años 50: " Que será, será".
Pues lo que fue, lo que ocurrió, mas bien, se puede ver claramente. El pesquero quedó atrapado en el bancal de arena durante una tormenta en el año 2009, aunque parezca que lleva más tiempo en el lugar, dado el estado de su casco.




Lo mejor de todo, es que está a la venta, así que si alguien puja podrá llevárselo a muy buen precio. Mientras, espero que siga en su sitio un tiempo más, para que otros como yo puedan disfrutar del encanto incomparable de una foto única, diferente y que sobre todo demuestra el poder del mar sobre el hombre.

Nuevo o restaurado?

El hotel Salwan, parece querer guardarse la respuesta a mi pregunta muy celosamente.
Y es que este hotel, que conseguimos muy a ultima hora en una plataforma de reservas, tenía todas las cartas ganadoras para alojarnos durante una de las dos noches que pasaríamos en el Sáhara. Realmente el alojamiento no nos defraudó, por el contrario satisfizo todas las expectativas que llevábamos en nuestra mente e incluso las superó en muchos aspectos.




Primero por la situación, bastante cerca de la zona moderna de la ciudad y del ayuntamiento; en segundo lugar por las instalaciones, que mezclaban zonas que parecían recién acabadas ( incluso el aluminio de las puertas de entrada estaba aún cubierto por el plástico protector) con zonas que parecían un poco más añejas o muebles que sugerían un uso anterior al hotel actual, por lo que dedujimos que debían haber pertenecido a otro establecimiento y encontraron su lugar en éste, que combina el kitsch del diseño actual de dudoso gusto con el semirococó árabe, dado al dorado y las flores de plástico en los pasillos.




La recepción es muy luminosa y está precedida por una terraza donde tomar un buen te con menta que preparan en la cafetería del hotel. Las habitaciones no están mal, aunque los muebles necesitan un pequeño repaso y el baño recuerda a algunos hoteles de los 80, muy simples y fríos, de suelos y paredes alicatados en azulejo liso y de colores.


Aún con todo, y con un wifi bastante potente en las habitaciones frontales aunque débil en las posteriores, el hotel nos acabó de conquistar con un desayuno contundente y variado, para empezar una jornada de descubrimientos y aventura.

Nuestro guía nos dejó en una de las calles donde comienza el barullo comercial y nosotros, tranquilamente nos echamos a caminar. Al principio nos llamó la atención el hecho de que hubiera mucha mezcla de mercancía: zapatos, bolsos, cinturones, carteras....y todo de imitación. Pero lo que echamos en falta es ese gustillo de zocos como el de Túnez, El Cairo o Estambul, espacios cerrados o semicubiertos que regalan aún más encanto a la pasión de comprar, fisgonear y regatear. Pero claro, El Aaiún no es una gran capital, ni siquiera una gran ciudad; sólo es una cabeza de provincia poco acostumbrada al turismo, que vive el día a día y no por eso deja de caer en la tentación de vender y comprar imitaciones de grandes marcas.




Así que, aunque no nos interesaba alardear de marcas cuando volviéramos a casa, decidimos darle una oportunidad al mercado, dejar atrás las dos vías principales y adentrarnos en las callejuelas, sí, en esas por las que salen varias mujeres con velo y cestas en sus manos.





Y fue allí donde descubrimos el auténtico zoco saharaui, hecho por y para su gente, donde aún nos miran un poco raro y se dicen unos a otros: "¿Qué es lo que vienen a hacer estos aquí?, ¿ Que llama tanto su atención?".
Pues nuestros ojos no querían cerrarse, nuestros oídos no querían dejar de oír, ni nuestra nariz dejar de aspirar los olores que flotaban entre los puestos.




Daraas para el hombre, mlahef para las mujeres y chandals del Real Madrid o del Barça para los niños, bloques de mantequilla de leche de camella, corderos colgando boca abajo, despellejados y chorreando sangre, especias dulces y picantes, postres golosos y tentadores, verduras a quintales, fruta brillante y jugosa, babuchas, sedas, turbantes y cueros.



Llegó un momento en que las calles se transformaron en laberintos, y nos preguntamos cómo podía haber crecido tanto una ciudad tan pequeña... Así que decidimos desandar el camino y volver en busca de nuestro guía. Contentos y desencantados a parte iguales, pensamos que era una pena y una consecuencia de la globalización que gran parte del zoco viviera de la venta de imitaciones, y que solo una parte nos hubiera enseñado lo que creímos que era el verdadero sabor de un zoco saharaui.
Pero bueno, ¿Quién soy yo para cambiar las cosas? Soy un mero espectador, un viajero... Solo eso.


E igual que llegamos nos fuimos. Como la arena que es barrida por el viento del desierto nos elevamos y volvimos a casa. Pero eso si, seguros de haber vivido una pequeña aventura muy, muy cerca de casa.



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