Nos la encontramos de frente, con la inmensidad del mar como marco. La arena dorada, el sol radiante, y las boscosas colinas a los lados, como queriendo entrar al océano... Y de repente los árboles.
No esperaba en pleno Octubre, que corresponde a la fría primavera del Hemisferio Sur, que la playa estuviera llena de bañistas, pero mucho menos que troncos y árboles caídos se fundieran de tal modo con el paisaje que conformaran una sola identidad plástica y un ecosistema único.
Bajamos del coche y antes de entrar a la playa vimos un montón de guijarros de nívea blancura, hasta que nos acercamos. Los visitantes, han tomado la costumbre de dejar mensajes escritos o pintados en la pulida superficie de las piedras, de este modo encontramos mensajes de amor, fechas de visita, paisajes pintados al oleo. Es la impresión que causa el lugar, ese "algo" que lo hace único.
Pasamos de largo y pisamos la arena. La larga extensión de finísima tierra, formada por minúsculas partículas de conchas, piedrecillas, corales y restos de caparazones servía de hábitat forzado para centenares de troncos y ramas de gran tamaño que se recostaban sobre ella.
Un contraste de colores, de formas sin forma, de seres que una vez estuvieron vivos pero que ahora yacen petrificados por efecto del sol y del agua salada, pero que al mismo tiempo sirven de cobijo y nido a miles de animales como gaviotas, focas y diminutos insectos que viven entre ellos.
Un cuadro vivo, una naturaleza no muerta, que muy al contrario late y late aún estando desarraigada.
Hacer un crucero por el Fiordo de Milford no es sólo una experiencia única, sino el modo más cómodo y quizá económico de conocer esta maravilla de la Naturaleza.
Para disfrutarlo, tan sólo hay que ir hasta el recóndito pueblo de Milford, al que se llega después de una larga carretera que trepa por montañas y se mete dentro de ellas, gracias a un túnel en pendiente que llega a asustar un poco.
Múltiples empresas pueblan el interior de la terminal, y todas afirman realizar los cruceros más tranquilos, los más acogedores, en barcos grandes o pequeños, los más baratos, con guía naturalista, con senderismo...
Después de investigar y leer varios folletos, dado que teníamos bastante tiempo hasta las siguientes salidas, decidimos hacerlo con Southern Discoveries y debo decir que fue todo un acierto. Por sólo unos 35 euros disfrutamos un paseo de dos horas viendo lo mejor del fiordo y acercándonos lo más posible a los puntos de interés, como podremos ver más adelante.
Mientras esperábamos para zarpar en el Pride of Milford, investigamos la terminal, preparada con todo detalle para los visitantes. Pantallas interactivas, mini exposiciones de flora y fauna, aseos, máquinas de bebida y comida ( a propósito nuestro crucero incluía desayuno) y sobre todo mostradores donde las empresas desplegaba todos sus folletos explicativos alabando sus virtudes. Por lo que vi, la más económica era Jucy Cruize, que también disponía de una enorme flota de autocaravanas pequeñas tipo low-cost, Go Orange y la más poderosa pero menos barata Real Journeys, con paseos en kayak, camarotes para dormir a bordo en las excursiones nocturnas y acercamientos a las entradas más recónditas del fiordo.
Antes de partir hacia Nueva Zelanda dudábamos si visitar el obligado Milford Sound por la carretera que lo recorre en todo su perímetro en lo alto de las montañas y acantilados o hacer lo que todo el mundo hace, es decir, un crucero. Finalmente, viendo los pros y los contras, decidimos elegir este último. Como ya hemos visto anteriormente, existe una terminal de ferries o más bien barcos de recreo que realiza recorridos hasta el mar de Tasmania, a unos 15 kilómetros del muelle.
Tras comprar nuestro billetes, entramos al barco, donde ya estaba preparado el buffet caliente que iba incluido en el precio. Llenamos nuestras bandejas, ya que debido al largo camino que tuvimos que recorrer, nos habíamos levantado a las 6 de la mañana y partido sin desayunar.
En breve, el barco zarpó, y ante nosotros empezaron a surgir las maravillas.
Escarpados acantilados rocosos, bosques que se aferran a las laderas y que según dice se desmoronan de vez en cuando, provocando una avalancha arbórea, cascadas, animales marinos y terrestres...Naturaleza pura.Disfrutamos con calma, sin prisas y desde muy cerca de cataratas como la Bowen o las Sterling, el inmenso e imponente pico Mitre, la coqueta bahía de Anita y al final del todo las revueltas y azules aguas del mar de Tasmania.
Por el camino y muy de cerca, el barco nos da la oportunidad de ver solitarios pingüinos, focas apiñadas en una enorme roca, y un poco de lejos ( demasiado para mi objetivo) delfines. La abundante vida en el fiordo se debe a que el agua dulce se deposita en la superficie y se va mezclando con la salada del mar, creando un ecosistema único que permite que muchas especies vivan aquí incluso sin ser su hábitat natural.
Desembarcamos a las dos horas, satisfechos por haber disfrutado de una experiencia única que nos había acercado hasta una Naturaleza que parece ser dueña absoluta no sólo del fiordo, sino de todo el país.
La costa Suroeste de Nueva Zelanda es una de las reservas de vida salvaje más importantes e imponentes del Hemisferio Sur. Montañas cubiertas de nieve, glaciares, prados infinitos y bosques de impenetrable espesura, son hogar y cobijo de aquellos animales supervivientes del megacontinente Gondwana. El paisaje es de una belleza infinita, y quizá sea en este punto donde los contrastes son más espectaculares.
Conduciendo por la SH6, una carretera con mucha curva pero con sorpresas tras cada una de ellas, aparece ante nosotros este mirador que puede pasarnos desapercibidos si no fuera por el aparcamiento que se extiende ante él.
Aparcamos y ya, de golpe, nos enfrentamos a un azul imposible, uno que parece no existir, ni siquiera en la paleta del más genial de los pintores. El mar, que se nos antoja infinito se abre ante nosotros y desaparece en un horizonte que quiere hacerle sombra pero que no lo consigue. El verde de los árboles y arbustos que separan nuestros cuerpos del vacío crean un contraste de colores que acaricia nuestros ojos en un éxtasis cromático que nos obliga a no apartar la vista en ningún momento.
Pero aún hay algo más.
El mirador es el punto donde se unieron las dos carreteras que los ingenieros proyectaron en los años 50 y que hoy conforman la SH6, en un continuo subir y bajar por montañas y playas. Para conmemorar la unión se levantó el obelisco que hoy vemos a un lado de la gran terraza, y se le puso al lugar un nombre pomposo pero cuyo origen no puede ser más humilde: Knights era el nombre del perro del vigilante de la obra...Creo que los neozelandeses son dignos herederos del humor británico, ¿no creen?
Las cataratas de Fantail
En una tierra de cascadas, ser una de ellas y destacar por encima de las demás debe ser difícil. La más alta, la de más caudal, la más espectacular... Pero Fantail lo hace por su historia.
Apartada de la vista por un pequeño y frondoso bosque se llega hasta ella tras aparcar y caminar por un sendero de apenas 50 metros. Lo que encontramos al salir al claro, es un río que se desliza por un lecho de piedras claras, como clara es su agua. Colaborando en rellenar su caudal aparece de frente la cascada. No es grande, ni corre por su lecho una cantidad desbordada de agua, pero fue fundamental en la construcción de la carretera que nos ha acercado hasta ella.
Resulta ser que ésta cinta de asfalto que trepa y desciende la montañosa zona de Haast, necesitó la ayuda de la fuerza motriz del agua para poder mover las máquinas que intervenían en su construcción. Así que desde el principio allá por los años 30, la noria que se instaló en su caída fue vital para que todos aquellos inmigrantes y neozelandeses que quedaron sin trabajo tras la Gran Depresión pudieran hacer funcionar sus máquinas y acabaran una vía que sólo se completaría en los años 60. Aún quedan restos de los hornos donde se fundía el asfalto, y casas diseminadas, mas bien chamizos donde los obreros malvivieron durante décadas.
Pero debemos quedarnos con la fantástica imagen de la cascada y de su entorno, con el agua helada pero transparente, las piedras que han sido removidas de su sitio y puestas en torres por no se sabe quién ni que extraña moda en muchos lugares del mundo.
Disfrutemos de este espacio tan cercano pero al tiempo tan lejano de la civilización, de la Naturaleza puesta al servicio del hombre aunque como siempre toda agua vuelva a su cauce..
El lago Matheson
Bueno, pues el tiempo no acompañó en absoluto, y eso que normalmente no me importa que llueva, haga frío o calor, pero un poco de sol, o al menos un rayito entre las nubes me hubieran ayudado a captar la imagen que todo visitante de Nueva Zelanda quiere llevarse a casa, la imagen del Monte Cook reflejada en las cristalinas aguas del lago.
No fue posible, pero por eso no íbamos a dejar de recorrer el interesante y verde sendero que de manera circular nos lleva hasta el lago y luego de regreso al aparcamiento, en un paseo que fácilmente nos ocupó unos 50 minutos.
Perfectamente señalizado, recorremos la vía abierta en el corazón del bosque, entre helechos gigantes, coníferas como el rimu y los kahikatea, los árboles más altos de Nueva Zelanda.
Llegamos a un punto donde el camino se abre al lago, y por unas plataformas de madera caminamos sobre el agua hasta alcanzar el mirador en cuestión. Pero las nubes cubren no solo el monte que debía reflejarse, sino que oscurece el agua. De todas formas, desde aquí se puede entender la manera en que se formó el lago, hijo del glaciar Te Moeka o Tuawe que modificó su extensión hace 14.000 años, dejando en su retirada una gran depresión que viene a ser la cuenca del lago.
No esperemos ver el fondo, ni siquiera un par de metros, ya que el agua es marrón debido a la cantidad de materia orgánica que genera el humus del suelo proveniente de la descomposición de los desechos del propio bosque. Lo que si podemos esperar es una calma total, rota solamente por el mugido de las vacas que pacen plácidamente en el prado que precede al sendero o por los cantos o gritos de más de un ave escurridiza.
Una última cosa: en un recodo del camino de vuelta se encuentran los helechos "Principe de Gales" que podemos ver en una de las fotos. Son realmente espectaculares.
No esperemos ver el fondo, ni siquiera un par de metros, ya que el agua es marrón debido a la cantidad de materia orgánica que genera el humus del suelo proveniente de la descomposición de los desechos del propio bosque. Lo que si podemos esperar es una calma total, rota solamente por el mugido de las vacas que pacen plácidamente en el prado que precede al sendero o por los cantos o gritos de más de un ave escurridiza.
Una última cosa: en un recodo del camino de vuelta se encuentran los helechos "Principe de Gales" que podemos ver en una de las fotos. Son realmente espectaculares.
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