miércoles, 29 de octubre de 2025

Euskadi: Un lienzo pintado por el tiempo y el mar (I)

Cuando pienso en el País Vasco, lo primero que me viene a la mente es una palabra: carácter. Porque este rincón del norte de España no se parece a ningún otro. Es una tierra que huele a mar y a bosque, a lluvia y a fuego, a historia y a orgullo. Un territorio donde la naturaleza impone su fuerza, pero el hombre ha sabido convivir con ella con una mezcla admirable de respeto y tenacidad.

Tuve la suerte de recorrerlo, y puedo decir que el País Vasco no se ve: se siente. Se siente en el rugido del Cantábrico golpeando los acantilados, en las notas de un txistu que suena en una plaza, en el sabor intenso de un pintxo recién hecho o en el silencio reverente de una ermita colgada sobre el mar.

Desde el primer momento, comprendí que aquí cada pueblo tiene su alma y cada paisaje, su propio ritmo. Bilbao, con su transformación de ciudad industrial a capital de arte y vanguardia, me sorprendió por su energía moderna, donde el Guggenheim brilla como una escultura de titanio junto al río. En San Sebastián, el aire se vuelve dulce y elegante: su bahía de La Concha parece pintada a mano, y sus calles están llenas de vida, aromas y risas.

Pero el País Vasco no es solo sus ciudades: es sobre todo su tierra, su mar y su gente. En los pueblos pesqueros, las fachadas de colores se reflejan en el agua, y en las montañas, las caseríos blancos resisten el paso del tiempo. Cada conversación, cada sonrisa y cada mirada comparten un mismo sentimiento: el orgullo de pertenecer a una tierra pequeña en tamaño, pero inmensa en identidad.

Y luego está la costa, esa franja salvaje y hermosa que serpentea entre acantilados y playas escondidas. Fue allí donde descubrí uno de los lugares más sobrecogedores que he visto jamás: San Juan de Gaztelugatxe, una ermita suspendida entre el mar y el cielo, a la que se llega subiendo más de doscientos peldaños. Cada paso hacia la cima es una mezcla de esfuerzo, fe y admiración ante la fuerza de la naturaleza.

El País Vasco tiene algo que no se puede explicar del todo con palabras. Es un equilibrio perfecto entre lo ancestral y lo contemporáneo, entre el orgullo y la hospitalidad, entre el rumor del mar y el silencio de las montañas. Viajar por él es descubrir una forma de vida auténtica, intensa y profundamente humana.

San Juan de Gaztelugatxe: la joya mágica del Cantábrico

En la abrupta costa vasca, entre Bakio y Bermeo, se alza una pequeña isla unida a tierra firme por un estrecho puente de piedra que serpentea sobre el mar. Desde lejos, San Juan de Gaztelugatxe parece un sueño suspendido entre el cielo y las olas. El nombre, en euskera, significa “castillo rocoso de San Juan”, y no podría describirlo mejor: una fortaleza natural tallada por el viento y el agua, donde la devoción humana levantó un pequeño templo en lo más alto.

La imagen más conocida —esa escalinata de piedra que asciende en zigzag hasta la ermita— se ha convertido en uno de los símbolos más bellos del País Vasco. Son 241 peldaños (algunos dicen 231, otros 241; depende de quién los cuente), y cada uno guarda una historia. Subirlos es una especie de peregrinación, un viaje físico y espiritual al mismo tiempo. A medida que se asciende, el rugido del mar queda atrás, el aire se llena de sal y viento, y la vista se abre a un Cantábrico salvaje, eterno. El origen de la ermita se remonta, según la tradición, al siglo IX o incluso antes. Se dice que San Juan Bautista desembarcó en esta costa y, en tres zancadas, llegó hasta la cima del peñón, dejando su huella marcada en la roca junto a la puerta del templo. Por eso, cuando los peregrinos alcanzan la cima, es costumbre tocar la campana tres veces y pedir un deseo, para ahuyentar los males o atraer la buena fortuna.

A lo largo de los siglos, Gaztelugatxe ha sido testigo de tempestades, incursiones piratas, guerras y milagros. La ermita fue destruida y reconstruida varias veces —por fuego, por el mar, por la historia—, pero siempre renació, como si el lugar mismo se negara a desaparecer.

Durante siglos fue refugio de marineros y pescadores, que acudían a ofrecer exvotos y dar gracias por regresar con vida del mar. Las paredes del pequeño santuario, sencillas y humildes, guardan ese espíritu de esperanza y gratitud.

Lo que rodea a Gaztelugatxe es de una belleza que sobrecoge. Las olas rompen contra los acantilados, la espuma salta sobre las rocas y las gaviotas dibujan círculos sobre el viento. En los días de temporal, el mar parece querer reclamar lo que es suyo, y la pasarela de piedra se convierte en un puente entre dos mundos. En los días claros, en cambio, el azul del cielo y el del mar se funden, y el silencio se llena de calma.

El recorrido hasta la base del peñón serpentea entre bosques, miradores y senderos empedrados. Cada paso regala una perspectiva nueva: el perfil del puente, el arco de las olas, la diminuta ermita recortada sobre el horizonte. Es un lugar que invita al asombro, pero también a la introspección. Aunque siempre fue un lugar de peregrinación, en los últimos años Gaztelugatxe ha alcanzado fama mundial gracias a la cultura popular. Su imponente silueta sirvió como escenario de la mítica Rocadragón” (Dragonstone) en la serie Juego de Tronos. Pero más allá de la ficción, sigue siendo un sitio profundamente espiritual, donde cada piedra tiene su peso y cada ráfaga de viento parece susurrar una historia. San Juan de Gaztelugatxe representa el alma del País Vasco: la fuerza de la naturaleza, la persistencia ante la adversidad, la unión entre el mar y la montaña, y esa mezcla de misticismo y sencillez que define la identidad vasca.

Mundaka, donde el mar habla en euskera

El día que llegué a Mundaka, El cielo nos regalaba una luz de sol que parecía rozar el agua. El aire olía a sal, a hierba húmeda y a madera de barco recién barnizada. Mundaka no es un lugar cualquiera: es uno de esos pueblos que se descubren con calma, donde cada rincón parece tener algo que contar.

Situado en pleno corazón de la Reserva de la Biosfera de Urdaibai, Mundaka se asienta frente a una de las rías más bellas del País Vasco. El pueblo parece abrazar el mar, como si viviera pendiente de sus mareas. Sus calles estrechas, sus casas coloridas y su puerto pequeño crean una estampa que parece detenida en el tiempo. Todo respira autenticidad, sencillez y vida marinera.


Pero si hay algo que hace famoso a Mundaka en el mundo entero, es su ola. Dicen que aquí nace la mejor ola de izquierdas de Europa, una joya natural que atrae cada año a surfistas de todos los rincones del planeta. Y no es para menos: ver romper esa ola, larga, perfecta, serpenteando por la ría mientras los surfistas la cabalgan con destreza, es un espectáculo hipnótico. 



Sin embargo, Mundaka es mucho más que surf. Tiene una alma profunda, tejida con historia y mar. En el siglo XIX, fue un puerto próspero y lugar de paso para marineros que partían rumbo al Atlántico. En su pequeña iglesia de Santa Catalina, construida junto al mar y rodeada de acantilados, aún parece sentirse la fe de quienes se encomendaban antes de embarcar. Es uno de esos lugares donde el silencio y el viento se mezclan con el rumor del oleaje, creando una paz difícil de describir.


Pasear por Mundaka es dejarse llevar. Por su plaza, donde los vecinos se saludan como si el tiempo no pasara; por los bares donde se sirven pintxos deliciosos acompañados de txakoli; por los senderos que conducen hasta los miradores del cabo. Cada rincón parece tener la medida exacta de lo humano y lo natural.



Mundaka me enseñó algo que solo ciertos lugares transmiten: que el mar no es solo paisaje, sino una forma de vida. Aquí todo gira en torno a él —la pesca, el surf, el ritmo de los días—, y sin embargo, nada parece forzado. Es un pueblo que late al compás del Cantábrico, orgulloso de su identidad, amable con quien llega, y capaz de recordarte, sin palabras, que la belleza más pura siempre se encuentra en lo sencillo.

Si cierro los ojos, todavía puedo escuchar el rumor de las olas en Bakio. Llegar a este rincón del País Vasco es llegar al punto donde el mar y la tierra parecen haber hecho un pacto. Bakio se abre al Cantábrico como una gran bahía, rodeada de montes verdes que descienden suavemente hasta una playa dorada. Es un lugar donde todo respira libertad, un equilibrio perfecto entre el poder del océano y la serenidad del paisaje.


Recuerdo el momento en que vi su playa por primera vez: una extensa franja de arena bañada por olas que rompen con fuerza, pero también con ritmo, como si el mar aquí respirara con calma. Los surfistas, siempre atentos al viento, se deslizaban sobre el agua con esa elegancia tranquila que solo se ve en quienes entienden el mar como un compañero. No me costó entender por qué Bakio se ha convertido en uno de los grandes destinos del surf vasco: su ola, noble y constante, tiene una personalidad tan fuerte como amable.




Caminar por Bakio es hacerlo entre el verde y el azul, entre el campo y el mar. El paseo marítimo bordea la playa y conduce hasta miradores donde el horizonte se pierde entre olas-

En el centro del pueblo, la vida se mueve sin prisas. Los bares sirven pintxos que mezclan lo tradicional con lo marinero: anchoas, txistorra, pimientos, bacalao al pil-pil… todo acompañado, claro, de una copa fría de txakoli. La gente es acogedora, con esa mezcla de reserva y cordialidad tan vasca, y cada conversación tiene algo de autenticidad. Aquí, los atardeceres se viven al ritmo del mar: las familias pasean, los surfistas se despiden de las olas, y el sol tiñe la playa de tonos dorados y cobrizos.

Si Bakio me regaló la fuerza del océano abierto, Plentzia me mostró la calma serena de la costa vasca más amable. Llegar a Plentzia es como dar un respiro, una pausa entre el rugido del Cantábrico y la quietud de la ría. El paisaje cambia: el mar se adentra tierra adentro, se vuelve río, y a sus orillas nace este pueblo de alma marinera y corazón tranquilo.


Plentzia está construida alrededor de su ría, un estuario que serpentea entre colinas verdes y se abre poco a poco al mar. Las barcas de colores descansan meciéndose suavemente, reflejadas en un agua que parece un espejo. Desde los muelles se escuchan las voces de los pescadores, el tintineo de los mástiles y el murmullo del viento que viene del norte. Todo tiene un ritmo pausado, casi musical.

El casco antiguo es un pequeño laberinto de calles empedradas, balcones floridos y fachadas en tonos suaves. Pasear por él es como hojear un libro antiguo donde cada rincón cuenta una historia: la vieja iglesia de Santa María Magdalena, el caserío Goñi Portal,  los soportales que daban cobijo a los mercaderes, las casonas de piedra que hablan de un pasado próspero. Pero Plentzia no vive anclada en el pasado: es un lugar donde la tradición y la modernidad conviven con armonía.



Cuando me fui, tuve la sensación de que Plentzia no era solo un destino, sino un refugio. Un rincón donde uno puede respirar, mirar, recordar. Donde el mar no amenaza, sino que acoge. Donde el País Vasco se muestra en su versión más amable y luminosa, sin perder ni una pizca de su alma