sábado, 7 de noviembre de 2015

Islas Baleares (II) Menorca (II)

Alaior, el pueblo que ama las flores
Son sólo 12 los kilómetros que separan la encantadora Alaior de Maó. Desde lejos puede parecer tan solo un precioso pueblecito de casas blancas, muy juntas, muy encaladas y resplandecientes. Pero basta acercarse hasta él para que acabe por atraernos con su sorprendente historia y arquitectura.




Dominando un montículo que ha sido fundamental a la hora de diseñar el trazado de sus calles y plazas, el devenir de los tiempos ha hecho que sus callejones, sus edificios y jardines sean un verdadero museo al aire libre de arquitectura popular menorquina.
Siguiendo la ruta que nos dicta nuestra intuición caminamos por sus laberínticas y estrechas calles, descubriendo iglesias como Sant Dídac o Santa Eulària, cultos edificios como la Casa Salord, que hoy en día forma parte de las instalaciones de la Universidad de Baleares o las preciosas plazas que nos salen al paso, adornadas con esmero por los vecinos con flores y plantas, limpias y cuidadas como reflejo del alma de Aló.



Trabajadores han sido siempre los habitantes de este pueblo, incansables emprendedores que han dado al mundo exquisiteces como los helados La Menorquina gracias a su potente industria lechera y quesera, pasteleros que de generación en generación han heredado el arte y la creatividad en los dulces.
Cultos y cultivados también, ya que como he dicho forma parte de la Universidad del Archipiélago; histórica, con los yacimientos de la Torre de'en Gaumés, y sobre todo amante de crear, en cuero, maravillosas avarques, cuya calidad es reconocida internacionalmente.
¿ Verdad que desde cerca las cosas se ven de otra manera?
Cala En Porter, el encanto del atardecer
Cala en Porter es el núcleo turístico de Alaior, que no todo va a ser trabajo y estudio.
Desde siempre los alaiorenses han tenido esta cala como lugar de descanso y solaz, y así lo supieron ver los primeros turistas que llegaron a Menorca, que rápidamente vieron las posibilidades que ofrecía la playa.



Hoy, alberga una creciente aunque controlada urbanización vacacional que señorea sobre la enorme lengua de agua que penetra entre los acantilados, permitiendo que los visitantes se refresquen tras disfrutar de un estupendo día de sol y relax.
La cala es realmente preciosa, sobre todo a la hora del atardecer, cuando adquiere unos colores fascinantes. En la parte trasera, la afluencia de agua dulce ha creado unos humedales donde habitan abundantes aves, insectos y otros animalillos propios de estos ecosistemas.

A lo lejos se puede vislumbrar la espectacular Cova d’en Xoroi, hoy en día una discoteca con vistas panorámicas espectaculares y, en el pasado, según cuenta la leyenda, habitada por un moro que le faltaba una oreja.
Punta Nati es soledad, aridez, casi un desierto. Por lo menos eso es lo que parece a primera vista, cuando dejamos atrás Ciutadella y nos alejamos de los caminos más trillados por el turista.

La carretera, indirecta y sinuosa hasta entonces, se convierte en una línea recta que nos lleva hasta un cabo rocoso donde se levanta un solitario e inaccesible faro. De él poco más puedo decir.


Eso sí, por el camino a ambos lados pueden verse las extrañas pero curiosas construcciones en piedra seca que dan cobijo al ganado en los días de frío y mal tiempo. Barraques y ponts, de aspecto oriental con sus pisos superpuestos, levantados con una magistral técnica sin argamasas ni cementos, utilizando una maestría autodidacta con siglos de antigüedad.
Más que el faro, lo que destaca son estas construcciones, que vienen a complementar las rutas talayóticas que ofrece Menorca, con menos siglos, claro, pero casi igual de interesantes. Infinitas paredes de piedra que rodean y delimitan enormes prados secos donde pasta el ganado, tranquilas y señalizadas rutas para ciclistas y corredores, un aire limpio y transparente y sobre todo la vista de un infinito Mediterráneo que acaricia y castiga la isla dándole forma y vida.
No se puede decir que se ha conocido Menorca en su totalidad o casi, sin haber visitado el faro de Cap de Cavalleria. ¿Y por qué digo esto? Muy sencillo, porque para llegar a él hay que pasar afortunadamente por un paisaje rural que condensa la esencia del campo menorquín.
Frondosos montes ondulados formados por pinos y acebuches (sinceramente no me esperaba una isla tan boscosa), prados infinitos salpicados por llocs (caseríos), verjas y barreras que delimitan propiedades y que hay que abrir y cerrar de nuevo (importante) y ovejas que pastan a sus anchas será nuestros compañeros de viaje hasta llegar al faro.
Una vez allí estaremos en un cabo desolado, adornado por manzanilla silvestre y socarells, llenas de espinas en su diminuto tamaño. Pero hay más vida, ya que los humedales que preceden al faro albergan una riqueza de fauna diversa y protegida, sobre todo en Sanitja, el refugio de pescadores que vemos en las fotos, donde flotan pequeñas embarcaciones llamadas llaüts.



Es impactante mantener el silencio y dejar que nuestro espíritu se sobrecoja ante un paisaje agreste y duro, pero que la misma Naturaleza ha dotado de una belleza poco usual.
Al final del camino encontramos la luz del faro, a 90 metros sobre el nivel del mar y con una potencia que llega a los 70 kilómetros. Heredero de las nuras, o fogatas que los fenicios prendían sobre los talaiots para advertir a sus barcos de la proximidad de la costa, el faro sigue cumpliendo esta misión salvadora, ajeno al paso del tiempo, mirando a un horizonte que parce no tener fin.
Con su aspecto italiano, o al menos a mí me lo parece, la torre que se levanta en punta de Fornells no es una construcción medieval, ni siquiera antigua, ya que se construyó a principios del siglo XIX por orden del gobierno inglés, que en esos momentos ocupaba la isla. La idea era edificar un pequeño castillo para proteger la entrada al puerto de Fornells, una ensenada natural con las condiciones ideales para albergar una flotilla de barcos que defendieran el cercano castillo de Sant Antoni y para cargar y descargar mercancías que eran llevadas a tierras inglesas o traídas de ellas para suplir a los habitantes que procedían de la lejana Albión.
La inocencia popular la llamó "del moro" porque le recordaba a las antiguas torres de vigilancia que advertían la legada de los piratas berberiscos. Ésta, formaba parte de una cadena de edificaciones fortificadas que podían comunicarse entre sí mediante el sistema de espejos o por fuego, por lo que una vez que acabó la ocupación británica pasó a manos privadas con el consiguiente abandono y luego comprada por el ayuntamiento de Es Mercadal, que la despojó de su manto militar y la convirtió en un museo sobre la ocupación inglesa y los sistemas defensivos de la isla de Menorca.



Sinceramente, la torre es perfecta en su forma, estado de conservación y situación privilegiada. Vale la pena acercarse hasta la punta de Fornells y subir hasta la cima del cerro para verla de cerca, visitar su interior y/o solazarse ante las espectaculares vistas que ofrece el fiordo que entra muy dentro de costa de Menorca.

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