Aprovechando la escala de nuestro crucero en Cannes, alquilamos un coche y nos echamos a la carretera con el ánimo de descubrir rincones de la preciosa Costa Azul francesa.
Un tufillo en la ciudad del perfume
Por todas partes hay fábricas de esencias grandes y pequeñas, que ayudan a la economía de su propietario o le enriquecen como proveedores de las "grandes maisons" del perfume mundial. Hay de todo.
Pero claro, el perfume puede dar de comer, pero no se come, así que no queda más remedio que tener una dieta variada. El pescado es fundamental, y cuanto más fresco mejor. Por eso instalaron un mercado de bichitos de mar en pleno centro de Grasse.
Podemos imaginarnos las narices más eminentes de la ciudad cuando les llegaba a eso de media mañana el olor del pescado recalentado por el sol. "Insupportable, mon Dieu!", seguro que exclamarían. Así, que no tuvieron más remedio que mudarse, los perfumistas digo. Mucho más arriba, más alto y más lejos del fétido aliento que flotaba en el aire de la ciudad.
Mientras, el mercado continuó allí, impasible y enriquecido por una pérgola art decó que intentó paliar el sol que parecía querer cocer los pescados en las tórridas y luminosas tardes estivales de Grasse.
La antigua plaza del Gran Puy
A espaldas de la Catedral de Notre Dame du Puy se encuentra este maravilloso mirador sobre el " Pais de Grasse". El nombre le viene por ser la fecha exacta en que las tropas americanas entraron en la ciudad para liberarla del yugo nazi en el año 1944.
En lo más alto de Grasse
Este lugar es el punto más antiguo y más elevado de la preciosa ciudad de Grasse.
Por ello, tuvieron a bien levantar aquí un templo que honrara a la protectora de la Villa de los Perfumes, Nuestra Señora de Puy. Largo fue el camino en el tiempo para esta estructura que mezcla palacio, con iglesia y con fortaleza, y que parece indisolublemente unida al vecino ayuntamiento.
Varias fases constructoras le dieron su forma actual; empezada a construir en el siglo XII, siguió levantándose en el XIII y alcanzó su silueta actual en el XVIII. Aunque no por ello perdió su diseño románico provenzal original, muy al contrario, se cuidaron de ser fieles a lo que los arquitectos medievales querían para su Señora.
Dentro, las obras de arte parecen no tener fin. Cuadros de Rubens y Fragonard, elementos de la liturgia en el más fino oro y la más pura plata, mármol, piedras preciosas y un sinfín de detalles que contrastan con la austeridad de las paredes frías y gruesas que caracterizan al románico, por muy provenzal que sea.
Paseemos por sus naves y disfrutemos de la tranquilidad que nos ofrece un santuario levantado con el dinero de las fragancias que pusieron a Grasse a la cabeza de la elegancia y el buen gusto.
Eze, colgado del cielo
Abajo, el azul del mar. Luego, el verde de los naranjos, los olivos y el bosque bajo, que en primavera se llena de colores. Más arriba, el blanco de las rocas calcáreas, en el que parecen mimetizarse las casas, pegadas unas a otras siguiendo el curso impracticable del terreno.
Elevado a 400 metros sobre el nivel del mar, entre Niza y Montecarlo, Eze es uno de los muchos villages perchés ( pueblos colgados) construidos en la época medieval para huir del aire malsano de las llanuras costeras, y defenderse de los asaltos sarracenos y de los mercenarios sanguinarios que asolaban las costas de Francia. Su esquema se repite sin variaciones a lo largo de la costa. De forma circular o elíptica están formados por calles en espiral que convergen en la iglesia o el castillo (como en este caso).
Se trata de una estratagema indispensable para contrarrestar el avance de los enemigos en caso de que las fortificaciones exteriores no consiguieran frenar el ataque.
Las preciosas casas son sencillas, altas y estrechas, con tejados de adobe y pequeñas ventanas, sobre todo en la fachada norte, para protegerse mejor de los rigores del frío mistral. Las calles son muy angostas, como si quisieran proteger a los viandantes de los rayos del sol, y están llenas de escaleras, pórticos, atrios y pasajes.
Antes, los campesinos salían a trabajar en los campos y al anochecer se encerraban al abrigo de las murallas. Cuando la fiebre asaltante decayó, allá por el siglo XIX, bajaron a los valles y los pueblos de la llanura, cerca de las vías de comunicación que trajo la era moderna, y Eze se fue despoblando poco a poco. Los habitantes que quedaban, malvivían incómodos en casas sin calefacción ni agua corriente.
De aquellos sólo quedan 40 familias.
Pero de repente llegó el turismo y salvó al pueblo del abandono. Se restauró todo y se abrieron hoteles, terrazas, tiendas y talleres de artesanía, artistas y galerías que han resucitado aquel pueblo que casi parecía muerto.
Una maravilla que resurge como el ave fénix para lucir con más esplendor que nunca.
Nos dirigimos ahora a Mónaco, a visitar los puntos indispensables de este pequeño principado.
El gemelo de la ópera de París
Pues si, son gemelos e hijos del mismo padre, el genial Charles Garnier, que terminó de levantarlo en 1878.
Rápidamente se convirtió en uno de los símbolos inmortales de Mónaco, meta y anhelo preferido por los más ricos de Europa, América y últimamente de la nueva aristocracia rusa, un salón urbano y una feria de las vanidades sin parangón en todo el mundo.
Pues si, son gemelos e hijos del mismo padre, el genial Charles Garnier, que terminó de levantarlo en 1878.
Rápidamente se convirtió en uno de los símbolos inmortales de Mónaco, meta y anhelo preferido por los más ricos de Europa, América y últimamente de la nueva aristocracia rusa, un salón urbano y una feria de las vanidades sin parangón en todo el mundo.
Pero ya antes, en 1866, llegan los cambios al principado. El antiguo casino finalmente da ganancias suficientes para sanear la maltrecha economía del país y entrar directamente en la era moderna. Todo cambia, llega la nobleza de otras naciones y se hace necesario ampliar el casino. ¿Pero para qué ampliar si se puede hacer uno nuevo, refulgente como un diamante, dorado como el más puro oro?
Garnier diseñó el que quizá sea su edificio más emblemático tras la ópera parisina.
El estilo Beaux Arts brilla en cada rincón de las fachadas de este espectacular edificio, y como si le faltasen adornos, frente a su entrada siempre se pueden encontrar los más exclusivos y caros coche que fabricarse puedan. Un lugar exclusivo que alimenta la leyenda de Mónaco.
La cuna de la antigua Monoikós
En lo alto de la sagradísima roca de Mónaco, mucho antes de que se construyera el castillo de opereta que hoy preside la Place du Palais, se alzó hace miles de años un templo que honraba al héroe griego Hércules.
Precisamente de ahí viene el nombre del principado. Mucho más tarde, y tras pasar por manos romanas, ligures, sarracenas y demás pueblos mediterráneos, llegó a la Edad Media como uno de los lugares más codiciados por los estrategas europeos. Su bahía y puerto, al abrigo de vientos y tormentas y sobre todo la Roca, eran lugares de valor incalculable para controlar la zona sur de Francia.
A lo largo de los siglos, el promontorio que hoy asaltan otro tipo de legiones, las de los turistas, sigue siendo referencia para toda visita a Mónaco.
Recomiendo subirlo a píe, recorriendo una senda arbolada, llena de estanques y bancos que parte desde la Avenue de la Quarantaine y lleva hasta la gran plaza del palacio. Allí, más que disfrutar de la edificación, que realmente no tiene nada especial ( ni siquiera su interior), lo que debemos hacer es recorrer las terrazas naturales y artificiales que rodean la cima, para obtener una visión fabulosa del puerto, del acuario, la catedral y por supuesto la bahía, con los fabulosos yates anclados y toda esa nube de glamour que parece envolver el enclave.
Sinceramente de Mónaco me quedaría con las vistas que se ven desde aquí y por supuesto una visita a su casino.
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