lunes, 4 de marzo de 2019

Un paseo por Castilla La Mancha (IV)

 No ha habido imagen más evocadora de Castilla la Mancha que sus molinos, aquellos contra los que luchó Don Quijote pensando que eran gigantes, y que se ha convertido en metáfora de pelear con enemigos imaginarios. Por eso y por su belleza nos acercamos a Consuegra, un pueblo preocupado por no perder sus raíces medievales y unas tradiciones arraigadas en la sequedad de sus tierras durante siglos.

Aparte de su rico patrimonio monumental, que no debe obviarse, el pueblo brilla por su famoso Cerro Calderico donde se levantan sus maravillosamente conservados molinos y su castillo medieval. De entre ellos, destacan cuatro, el Sancho, el Rucio, el Bolero y el Espartero.

Pero hablemos del Sancho, ya que una vez al año, durante la Fiesta de la Rosa del Azafrán, pone en movimiento su maquinaria para con su enorme piedra, la Catalina, realizar la llamada Molienda de la Paz. Tras moler el rico trigo manchego y convertirlo en harina, éste se reparte en pequeños sacos que se reparte entre los numerosos visitantes que acuden al acto simbólico anual.


El resto de molinos no dejan de tener su importancia, y responden a nombres tan cervantinos como el Quijote, el Chispas, el Caballero del Verde Gabán, Mambrino y Clavil.

En la cercana Alcázar de San Juan encontramos un monumento que recuerda a los personajes del genial escritor.

Siguiendo la estela de los molinos manchegos y cervantinos llegamos a Campo de Criptana, que también fue lugar de nacimiento de la gloria nacional Sara Montiel. 

Para llegar a ellos debemos recorrer las estrechas y empinadas callejuelas que ascienden hasta llegar al llamado Albaicín Criptano, flanqueadas por preciosas casas terreras encaladas en blanco y zócalo de color añil.


Una vez arriba, nos esperan diez molinos perfectamente conservados que responden a nombres tan sugerentes como Sardinero, Inca Garcilaso o Lagarto. Pero sin duda debemos fijarnos en varios de ellos con especial atención. El Infanto, por ser el último que realizó su trabajo de molienda hasta la década de los 50, el Poyatos, por albergar el punto de información turística, el Quimera, por contener un precioso muestrario en miniatura de la Semana Santa, el Burleta y el Infanto por ser los únicos que guardan la maquinaria original que se muestra a los visitantes, y el Culebro que acoge el museo de Sara Montiel.

Ya metidos de lleno como estamos en las aventuras quijotescas, no podíamos dejar de visitar una localidad emblemática, aquella de donde era natural la bella Dulcinea, El Toboso.
Lo mejor es empezar la pequeña visita por su plaza mayor, que es núcleo de la población y que aglutina los edificios nobles de la misma, como la enorme iglesia de San Antonio Abad, tan grande y maciza que es conocida como la Catedral de la Mancha.


Acompañándola, enormes casas solariegas que muestran orgullosas los escudos nobiliarios de sus nobles propietarios y que con el devenir del tiempo se han convertido en edificios administrativos, como el ayuntamiento, o el Museo Cervantino, que atesora más de 600 ediciones del Quijote escritas en más de 73 lenguas distintas.



Para sacar aún más partido de la visita, tenemos la posibilidad de realizar dos rutas culturales. La primera, la literaria, nos lleva por las calles que recorrieron Don Quijote y Sancho hasta llegar a la casa de su adorada Dulcinea, y la segunda, la de los pozos nos habla del ingenio de los habitantes del lugar a la hora de buscar y almacenar agua cuando aún aquello del agua corriente era inimaginable.

Nos despide Dulcinea de su hogar en la Mancha, con una escultura en la Plaza Mayor, que nos recuerda el infinito amor y admiración que le profesaba Don Quijote, con su rodilla hincada en el suelo y sus ojos de metal abiertos de par en par para no olvidar jamás su legendaria belleza.

Acabando nuestra ruta por Castilla-La Mancha, nos acercamos a disfrutar de un auténtico pueblo de postal, Tembleque. De entre sus variados encantos sin duda me quedo con la torre de su iglesia parroquial del siglo XVI...

y con la que sin duda es una de las plazas mayores más bonitas y curiosas de España.

Ejemplo indiscutible de la arquitectura pública castellana, cuando entramos en el espacio nos percatamos de su forma cuadrada y su peculiar disposición, que la hicieron perfecta para desarrollar las funciones para las que fue creada y remodelada a lo largo de los siglos.

Por un lado tenemos el aspecto administrativo, ya que sus muros contienen los edificios fundamentales en toda población, como el ayuntamiento, la oficina de turismo o el Museo Etnográfico y la convierte en centro neurálgico de Tembleque.

Por otro su lado festivo, con corredores abiertos que permitían una mejor visión de los mercados, celebraciones y corridas de toros que se celebraban en ellas, y que nos recuerdan a los antiguos corrales de comedias. Aunque sin duda, lo más hermoso y espectacular es el torreón de madera que da acceso a uno de los lados de la plaza y que fue palco de autoridades.

Nos despedimos de la Comunidad con ganas de seguir conociendo los tesoros que esconde y por ello nos prometemos volver a seguir recorriendo sus recios campos y descubriendo su personalidad única.

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