jueves, 4 de diciembre de 2025

Euskadi: Un lienzo pintado por el tiempo y el mar (y VII) Zarautz, Guetaría y Zumaia

 Imagina llegar a Zarautz y que el sonido del mar sea lo primero que te recibe. El oleaje rompe con una cadencia tranquila, constante, como si marcara el pulso secreto del pueblo. Ante ti se abre su playa interminable, una lengua de arena dorada que parece no tener fin, bordeada por el paseo marítimo donde la gente camina despacio, conversa, corre o simplemente mira el horizonte tratando de atrapar un momento de calma.

El Restaurante de Karlos Arguiñano, frente a la playa de Zarautz, es uno de esos lugares donde la gastronomía y el paisaje se dan la mano con una naturalidad desarmante.

Desde fuera, la villa donde se encuentra ya tiene un aire cálido, casi familiar. Al cruzar la puerta, el aroma a cocina tradicional vasca te envuelve: caldo recién hecho, pescados a la brasa, toques de hierbas frescas… Esa mezcla que hace que el estómago despierte antes incluso de ver la carta. En el restaurante de Argiñano uno no va solo a comer: va a dejarse llevar por el ritmo del mar, por el cariño de la cocina vasca y por la sensación de que todo sabe mejor cuando la brisa salina golpea suavemente los cristales del comedor.

El aire huele a sal, a brisa fresca del Cantábrico y, de vez en cuando, a comida recién hecha que escapa de los restaurantes y bares cercanos. Zarautz tiene ese equilibrio entre lugar vacacional y pueblo de siempre: surfistas entrando y saliendo del agua con sus tablas bajo el brazo, familias que pasean sin prisa, vecinos saludándose en euskera, ciclistas que cruzan el malecón dejando tras de sí un murmullo suave de ruedas sobre el cemento.


A medida que avanzas hacia el centro, las calles se estrechan y empiezan a aparecer casas señoriales, plazas pequeñas y cafés acogedores donde la vida discurre con una placidez contagiosa. Es fácil perderse entre los aromas del pintxo, las risas que salen de los bares y la mezcla de tradición y modernidad que caracteriza a los pueblos de la costa guipuzcoana.

Existen lugares con historia, como El Palacio de Narros, un edificio renacentista del siglo XVI (1536), rodeado por un jardín de estilo inglés, que le añade un punto de elegancia y tranquilidad, especialmente al estar tan cerca de la playa. A lo largo de su historia, ha sido lugar de veraneo para figuras históricas importantes como la reina Isabel II, lo que convirtió a Zarautz en una de las mecas de la aristocracia costera. También hay una leyenda muy conocida: en 1572, un náufrago —al parecer un hugonote francés protestante— fue acogido en lo que hoy se llama la “Sala Azul”; dicen que tras su muerte su espíritu aún vaga por allí, especialmente las noches de agosto. Desde 1964 está declarado Monumento Histórico Artístico, aunque hoy en día es una residencia privada, por lo que su interior no está abierto de forma permanente. 

La Torre Luzea es uno de los edificios históricos más reconocibles de Zarautz. Se trata de una antigua torre señorial del siglo XV, levantada cuando las familias nobles de la zona construían casas fortificadas para protegerse y, al mismo tiempo, mostrar su poder. Su estructura de piedra maciza, sus muros gruesos y su aspecto vertical recuerdan esa función defensiva, aunque con el paso del tiempo fue adquiriendo un carácter más residencial.


En su fachada se pueden ver ventanas góticas de gran tamaño, más elegantes que las de una torre puramente militar, señal de que quienes vivían allí buscaban comodidad además de seguridad. También destaca un escudo heráldico, testimonio del linaje que ocupó la torre durante generaciones. Hoy en día, el edificio se conserva como un pequeño tesoro arquitectónico dentro del casco urbano. Rodeado por una zona ajardinada muy agradable, la torre se utiliza para exposiciones temporales y actividades culturales, lo que permite entrar en su interior y apreciar sus espacios restaurados, que combinan piedra antigua con intervenciones modernas.


Guetaria es uno de esos pueblos que descubres casi sin darte cuenta, siguiendo la carretera costera, y de pronto aparece ante ti como un pequeño promontorio que se adentra en el Cantábrico. Su silueta la marcan dos cosas: el monte San Antón —el famoso “ratón de Guetaria”— y el campanario de su iglesia elevándose entre las casas de piedra.


Guetaria es pequeño, pero tiene un carácter enorme. Es un lugar donde conviven la tradición pesquera, el aroma del txakoli y la historia de navegantes como Elcano. Y mientras paseas, con el mar siempre presente, entiendes por qué tantos viajeros acaban volviendo: porque aquí el tiempo parece caminar a otro ritmo, uno en el que el sonido de las olas siempre tiene la última palabra.


En ese ambiente marinero aparece la figura de Juan Sebastián Elcano, no como un personaje de libro, sino como un vecino más cuya historia sigue presente en cada rincón. Cuando paseas por el puerto, donde hoy se balancean barcos de bajura, es fácil imaginar el mundo en el que creció: redes extendidas al sol, conversaciones entre marineros y la intuición de que aquellos hombres estaban hechos para navegar hacia lo desconocido.

La estatua de Elcano se alza cerca del mar, mirando al horizonte como quien aún calcula rumbos. Durante la visita, su presencia funciona como un recordatorio de lo que aquí significa el océano: no solo trabajo y alimento, sino también valentía, riesgo y curiosidad. Para muchos viajeros, este es el punto donde la historia cobra dimensión real: no fue un héroe distante, sino un joven de un pueblo pequeño que aprendió a orientarse por las estrellas y terminó completando la primera vuelta al mundo.

Al caminar por Getaria, la gesta se siente más cercana. El sonido de las olas contra el espigón, los barcos entrando y saliendo del puerto y el viento salino parecen los mismos que acompañaron sus primeros viajes. La visita al museo o al monumento no es solo una parada cultural: es un momento para mirar el mar y entender por qué desde este lugar salió alguien capaz de cruzar medio planeta sin saber si volvería.

El Monumento a Juan Sebastián Elcano se alza sobre un viejo bastión de la muralla del siglo XVII de Getaria, dominando el perfil del puerto como si siguiera vigilando el mar que le dio fama. Fue inaugurado en 1925, coincidiendo con el cuarto centenario de la primera vuelta al mundo, y su autor, el escultor Victorio Macho, lo concibió con un marcado estilo Art Déco, muy característico de la época.


La obra está coronada por una figura alada, una especie de “Victoria” que recuerda a los antiguos mascarones de proa y simboliza el triunfo, la audacia y el espíritu explorador que definieron la gesta de Elcano. En la parte inferior, un bajorrelieve lo representa en plena actitud marinera, y en el interior del monumento se recogen los nombres de los marineros que completaron la legendaria circunnavegación. La inscripción latina “Primus circumdedisti me” –“Tú fuiste el primero en rodearme”– resume lo que hizo único a aquel navegante guipuzcoano. 


La Iglesia de San Salvador de Getaria aparece casi escondida entre las calles empinadas del casco histórico, como si vigilara el pueblo desde tiempos remotos. Su aspecto gótico deja ver que se levantó entre los siglos XIV y XV, una época en la que Getaria empezaba a crecer como villa marinera. Lo primero que sorprende es su planta irregular: el terreno en cuesta obligó a los constructores a elevar el presbiterio y a adaptar las naves a la forma del promontorio, dando al interior un carácter muy singular.

A lo largo de los siglos, la iglesia ha sufrido incendios, reformas y restauraciones, pero su estructura gótica ha llegado hasta hoy con una solidez que impresiona, como si el edificio estuviera acostumbrado a resistir los vientos del Cantábrico. La historia del lugar es profunda: en un edificio anterior situado en el mismo solar se celebraron reuniones fundamentales para la organización política de Gipuzkoa en la Edad Media, y aquí fue bautizado Juan Sebastián Elcano, detalle que añade un peso simbólico difícil de ignorar cuando se camina por sus suelos de piedra.


Al entrar, las tres naves se abren en diferentes alturas, rematadas por bóvedas de crucería —más sencillas en los laterales, más compleja y estrellada en la nave central—, lo que crea un juego de luces y sombras que cambia según la hora del día. En la parte alta corre un triforio, un pasillo elevado típico del gótico avanzado, que otorga al templo una elegancia inesperada para una iglesia de un pequeño puerto.


A la derecha y a la izquierda se despliegan las naves laterales, más bajas, más íntimas, donde la luz entra tamizada y crea rincones que parecen pensados para detenerse y respirar. Cada capilla muestra detalles distintos: retablos de madera oscurecidos por el tiempo, imágenes policromadas que han visto pasar generaciones y pequeñas ofrendas que delatan una devoción muy arraigada en el pueblo.


El presbiterio, elevado respecto al resto del templo, actúa casi como un escenario. Desde allí, la iglesia adquiere una perspectiva distinta: las naves parecen inclinarse suavemente, recordando que el edificio tuvo que adaptarse al terreno irregular de Getaria. Esa inclinación le da una personalidad única; nada es completamente recto, pero todo resulta armonioso.


Las ventanas, altas y estrechas, filtran una luz fría que resalta las tonalidades grises y doradas de la piedra. En ciertos momentos del día, el interior adquiere un aire teatral: sombras inclinadas, reflejos sobre el suelo, destellos en las claves de bóveda.



Y si buscas bien, podrás encontrar los pequeños detalles que más hablan del lugar: marcas en la piedra dejadas por canteros medievales, la textura irregular de los muros, y el acceso al pasadizo inferior que conecta la iglesia con la zona del puerto, como un recordatorio de que la vida de Getaria siempre ha girado en torno al mar.




Zumaia es uno de esos lugares de la costa vasca donde el paisaje parece haber decidido contar su propia historia. Al llegar, el pueblo se despliega tranquilo junto a la desembocadura del Urola, con su puerto pequeño, sus casas tradicionales y un ritmo que mezcla marinería y vida local sin artificios. Pero lo que de verdad convierte a Zumaia en un sitio único es su entorno: los acantilados del flysch, esas capas de roca dobladas como páginas de un libro geológico que revelan millones de años de historia de la Tierra. Desde los miradores o desde los senderos costeros, ver cómo las franjas de piedra se adentran en el mar es casi hipnótico.

El flysch de Zumaia es como una gigantesca biblioteca escrita en roca, donde cada lámina cuenta un capítulo de la historia de la Tierra. A lo largo de millones de años, sedimentos marinos se fueron depositando en capas alternas de materiales duros y blandos. Luego, los movimientos tectónicos empujaron el fondo del océano hacia arriba hasta dejarlo expuesto en los acantilados actuales. El resultado es ese paisaje tan característico: enormes “páginas” de piedra inclinadas que parecen desplegarse hacia el mar.



Lo extraordinario del flysch es su precisión: capa tras capa, registra más de 60 millones de años de la evolución del planeta. En estos estratos se conservan huellas de cambios climáticos, variaciones del nivel del mar e incluso señales del impacto que acabó con los dinosaurios. Caminar por los acantilados de Itzurun o por la línea de costa hacia Deba es como recorrer una historia geológica contada sin palabras.

Además de su valor científico, el lugar tiene una fuerza visual única: el contraste entre la geometría de la roca y el movimiento del mar crea un paisaje que parece diseñado, una sucesión de pliegues que cambia de color y textura según la luz. En días tranquilos, el flysch se muestra como una estructura ordenada; con oleaje, parece vivo, respirando junto a la costa.

La que domina el acantilado es la Ermita de San Telmo, uno de los rincones más icónicos de Zumaia. Asomada justo al borde del flysch, parece casi suspendida sobre el mar, como si vigilara el ir y venir de las olas. Está dedicada a San Telmo, patrón de los marineros, algo muy propio de una villa con tanta tradición pesquera. Su origen es sencillo y popular: una pequeña ermita construida siglos atrás para pedir protección a los navegantes. Con los años ha sido restaurada varias veces, pero sigue manteniendo ese aire humilde, de paredes blancas y mirador natural incomparable. Desde su explanada se tiene una de las vistas más impresionantes de la costa vasca: los acantilados plegados, la playa de Itzurun extendiéndose abajo y la línea del flysch avanzando como un libro de piedra abierto.

Además, la ermita ganó cierta fama reciente porque apareció en películas y series (incluida 8 apellidos vascos), aunque para quienes la conocen desde siempre, su atractivo está en la mezcla de paz, viento salado y horizonte infinito que ofrece al visitante. Si subes al atardecer, el acantilado entero se tiñe de dorado y parece que la ermita flota sobre la luz.

Y cerramos nuestro viaje en Bermeo, uno de esos lugares donde el mar no solo se ve: se oye, se huele y se vive. La villa marinera más poblada de Bizkaia conserva un carácter profundamente ligado a la pesca, y basta acercarse a su puerto para entenderlo. Las casas de colores se asoman al agua como si vigilaran el ir y venir de las embarcaciones, mientras las redes secándose al sol recuerdan que aquí la tradición sigue siendo oficio. El casco histórico es un pequeño laberinto de calles estrechas donde se mezclan antiguas torres defensivas, plazas recogidas y rincones que parecen congelados en otro siglo. 

Pasear por el puerto viejo al atardecer, probar un marmitako recién hecho o observar cómo rompen las olas en el rompeolas nuevo son formas sencillas de entender por qué Bermeo sigue siendo corazón marinero de la costa vasca.


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