martes, 23 de diciembre de 2025

Japón. Viaje a la Tierra del Sol Naciente. Tokio (II)

 Nuestra visita a Asakusa nos llevó hasta el Sensō-ji, el templo budista más antiguo y uno de los más importantes de Tokio. Fundado en el año 645, este lugar es un verdadero símbolo de espiritualidad e historia en medio de la ciudad moderna.

El acceso al templo lo realizamos a través de la puerta Nitenmon, una entrada menos transitada pero cargada de significado histórico y espiritual. A diferencia de la bulliciosa Kaminarimon, este acceso ofrece una llegada más tranquila, casi solemne, perfecta para captar la esencia más auténtica del lugar.

La Nitenmon recibe su nombre de las dos grandes figuras que custodian el paso: los Nio, feroces deidades protectoras del budismo que vigilan la entrada al templo. Sus rostros intensos, sus cuerpos tensos y sus gestos agresivos no buscan asustar al visitante, sino alejar los malos espíritus y proteger el espacio sagrado que estamos a punto de pisar. Cruzar esta puerta es, simbólicamente, dejar atrás el mundo exterior para entrar en un lugar de recogimiento y conexión espiritual.


Entrar por la Nitenmon es hacerlo por una puerta cargada de historia: fue construida en 1618 y sobrevivió milagrosamente a los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, lo que la convierte en uno de los pocos elementos originales del templo. Esto añade aún más peso emocional al momento: no solo cruzamos una puerta, sino siglos de historia, fe y resistencia cultural.

El salón principal del Sensō-ji, el Hondō, es el verdadero corazón espiritual de Asakusa y uno de los lugares más sagrados de todo Tokio. Tras atravesar la Nitenmon y recorrer el recinto, el Hondō aparece ante ti con una presencia imponente. El edificio, de madera oscura, tejados curvados y detalles en rojo y dorado, transmite solemnidad y respeto. A pesar de estar en pleno centro de una de las zonas más concurridas de la ciudad, al situarte frente a él se crea una especie de burbuja de calma. El bullicio desaparece y es reemplazado por el sonido del incienso, las oraciones en voz baja y el crujir de la madera bajo tus pies.



Este salón fue reconstruido en 1958, después de haber sido destruido durante la Segunda Guerra Mundial, pero conserva fielmente el estilo tradicional. En su interior se venera a la diosa Kannon, la bodhisattva de la compasión, que según la leyenda fue encontrada en el río Sumida por dos pescadores en el año 628. Esa pequeña imagen fue el origen del templo y, desde entonces, millones de personas acuden aquí para pedir protección, salud, amor y fortuna.

La pagoda de cinco pisos del Sensō-ji se alza junto al Hondō como una de las imágenes más icónicas del templo y, sin duda, una de las más fotografiadas de Tokio. Su silueta estilizada, rematada por un pináculo dorado, destaca entre los tejados tradicionales y el cielo de la ciudad, creando un contraste perfecto entre lo antiguo y lo moderno.

Cada uno de sus cinco niveles no responde solo a una función estética, sino que representa los cinco elementos del budismo: tierra, agua, fuego, viento y vacío. Esta simbología convierte a la pagoda en una especie de puente entre el mundo físico y el espiritual, un eje que conecta la tierra con el cielo. Aunque no está abierta al público, su sola presencia invita a la contemplación.

La estructura actual, al igual que el Hondō, es una reconstrucción de 1973, tras haber sido destruida durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, respeta de forma fiel los principios arquitectónicos tradicionales japoneses: una construcción de madera que parece desafiar la gravedad, sin clavos metálicos visibles, sostenida por complejos sistemas de ensamblaje que han resistido siglos de terremotos y tifones.

Desde el patio, la pagoda ofrece una imagen especialmente impactante cuando el sol comienza a caer. La luz anaranjada acaricia sus niveles, proyectando sombras sobre el suelo de piedra y creando un ambiente casi cinematográfico. Es un lugar perfecto para detenerse unos minutos, respirar con calma y simplemente observar.

Si el Hondō es el corazón espiritual del Sensō-ji, la pagoda de cinco pisos es su alma visual, un recordatorio silencioso del equilibrio, la tradición y la belleza de lo imperfectamente eterno.



La puerta Kaminarimon (puerta del trueno) es la entrada más famosa del Sensō-ji y, para muchos, la imagen icónica de Asakusa. Se reconoce al instante por su enorme farol rojo, de más de cuatro metros de altura, que cuelga justo en el centro y lleva inscrito el nombre del templo. A ambos lados se alzan las figuras de Raijin (dios del trueno) y Fujin (dios del viento), encargados de proteger el recinto de las fuerzas malignas. Cruzarla es casi como un ritual de bienvenida a lo sagrado. Es un punto de transición entre la ciudad moderna y el Japón tradicional. Detrás de ti queda el bullicio del tráfico; delante se abre la calle Nakamise, una avenida llena de pequeños puestos centenarios que vende dulces típicos, amuletos, abanicos y recuerdos.

La estructura actual es una reconstrucción de 1960, financiada por el fundador de Panasonic, pero mantiene fielmente su diseño original. En la parte posterior del farol (algo que muchos pasan por alto) está esculpido un dragón, símbolo de sabiduría y protección, lo que refuerza aún más su carácter espiritual.

La “alpargata gigante” se ve en la parte trasera de la puerta Kaminarimon no es una simple curiosidad: es una waraji, una sandalia tradicional japonesa hecha de paja de arroz, y tiene un fuerte significado simbólico. Esta waraji cuelga justo en la cara posterior de la puerta, opuesta al gran farol rojo. Mide varios metros de largo y pesa cientos de kilos. Está elaborada y donada periódicamente por artesanos de la prefectura de Yamagata, como muestra de honor y respeto al templo Sensō-ji.

En la tradición popular, una sandalia de ese tamaño pertenece a un ser de fuerza descomunal, por lo que representa el paso de un protector gigantesco por el lugar. La creencia es que su presencia ahuyenta a los malos espíritus: cualquier demonio que se acerque, al ver una sandalia tan enorme, piensa que el guardián es demasiado poderoso como para enfrentarse a él… y se marcha. Además, como el calzado está relacionado con el viaje y el camino, también simboliza protección para los viajeros y peregrinos que pasan bajo la Kaminarimon.

Estar allí, incluso rodeado de gente, tiene algo emocionante: sabes que estás cruzando la misma puerta por la que han pasado peregrinos, comerciantes y viajeros durante siglos. La Kaminarimon no es solo una entrada: es una declaración de identidad de Tokio y una de las mejores formas de comenzar —o cerrar— una visita al Sensō-ji.

La Nakamise-dōri es una de las calles comerciales más antiguas de Japón. Tiene más de 250 metros de largo y está flanqueada por casi un centenar de pequeños puestos tradicionales que llevan generaciones vendiendo sus productos. Caminar por ella es como atravesar un túnel en el tiempo: a cada lado te encuentras con dulces típicos, galletas de arroz (senbei), pasteles rellenos de judía roja (ningyō-yaki), abanicos, yukatas, amuletos, palillos decorados y todo tipo de recuerdos hechos a mano. Es una calle llena de vida, de voces, de olores dulces y salados, de colores y de detalles. El aroma del azúcar tostado y del arroz caliente se mezcla con el del incienso que viene del templo. A pesar de la cantidad de gente, hay algo entrañable en el ambiente, como si cada puesto guardara una historia familiar detrás del mostrador.

Mientras avanzas por Nakamise, no solo estás comprando o mirando: estás siguiendo el mismo recorrido que han hecho millones de peregrinos durante siglos, camino del templo para rezar. Esa mezcla entre lo espiritual y lo cotidiano, lo comercial y lo sagrado, es algo muy característico de Japón.


La fake food japonesa, conocida como shokuhin sampuru, es una de esas curiosidades que te dejan literalmente con la duda de si pedirla… o simplemente admirarla. Se trata de réplicas hiperrealistas de platos de comida que los restaurantes colocan en los escaparates para mostrar exactamente cómo será el plato que sirven dentro. Surgió en Japón a principios del siglo XX y, desde entonces, se ha convertido en todo un arte. Antiguamente se hacía con cera, pero hoy en día se fabrica con resinas plásticas pintadas a mano con tal nivel de detalle que pueden engañar a cualquiera: el brillo del caldo, la textura del arroz, el vapor suspendido en un ramen, una hoja de lechuga casi translúcida… todo parece real.

Lo más curioso es que no solo sirven para abrir el apetito, sino también como una forma de comunicación universal. En un país donde la barrera del idioma puede ser un reto, estas réplicas permiten que cualquier persona, sin hablar japonés, pueda simplemente señalar lo que quiere comer. Es una mezcla perfecta entre funcionalidad, diseño y estética. La fake food no es solo una curiosidad: es un reflejo del perfeccionismo japonés, de la importancia del detalle y del respeto por la experiencia del cliente. Mirarla es casi como observar una pequeña obra de arte… aunque el estómago no siempre esté de acuerdo.



Shibuya es la imagen más vibrante, joven y caótica de Tokio. Después de la calma espiritual de los templos, llegar aquí es como cambiar de ritmo de golpe: luces, pantallas gigantes, música, moda y un constante ir y venir de personas que parecen formar parte de una coreografía perfectamente desordenada.


Lo primero que impacta es, inevitablemente, el cruce de Shibuya. Considerado el paso de peatones más transitado del mundo, cada vez que el semáforo se pone en verde, cientos de personas avanzan desde todas las direcciones a la vez, sin chocarse apenas, como si existiera un orden invisible que todos respetan. Verlo desde arriba, desde alguna cafetería o mirador cercano, es hipnótico.


Muy cerca se encuentra la estatua de Hachikō, el perro más famoso de Japón y símbolo de fidelidad. Es un punto de encuentro clásico y uno de los lugares con más carga emocional del barrio. Personas de todas partes del mundo se acercan para hacerse una foto, pero detrás del gesto turístico hay una historia real de lealtad que toca el alma.

Shibuya también es el paraíso de la moda alternativa y las tendencias. Las calles que rodean el cruce, como Center Gai o las subidas hacia Shibuya 109, están llenas de tiendas pequeñas, cafeterías temáticas, tiendas de segunda mano, boutiques extravagantes y jóvenes con estilos imposibles pero absolutamente auténticos. Aquí la identidad se expresa sin miedo.

Más allá del ruido y del color, Shibuya tiene también rincones tranquilos, azoteas con vistas, parques escondidos y templos urbanos que conviven con los rascacielos. Y quizá ahí está su magia: en cómo une tradición y futuro en un mismo latido. Estar en Shibuya es sentir el Tokio del presente y del mañana, un lugar que no se detiene, que siempre parece ir un paso por delante del resto del mundo.


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