En el cabo de Fornells existe una pequeña ermita, una de las más sencillas pero conmovedoras que he visto nunca. Podría pasar desapercibida, camuflada entre el roquedal que conforma la loma donde se levanta la Torre del Moro, si no fuera porque el camino que sube hasta ella nos obliga a pasar ante la oquedad.
Lo primero que llama nuestra atención, son unos montoncillos de piedras que se levantan como pequeñas torres ante el desvío que hace el camino. Según parece, dejar una pequeña piedra sobre uno de los montones trae suerte. Más bien creo que es un intento del visitante de dejar su impronta, su recuerdo.
Nos dirigimos a la pequeña cueva que se formó hace millones de años en uno de los movimientos de la Madre Tierra, para encontrarnos con la sencilla muestra de la fe popular que es la pequeña ermita, altar diría yo, dedicado a la Virgen de Lourdes. Traspasamos las mismas verjas que llevan guardando las imágenes desde hace décadas para observar más de cerca el pequeño oratorio.
La principal imagen es, por supuesto, la de Lourdes, pero la acompañan otras de menor tamaño que la gente ha colocado en los diminutos repechos que forma la roca. Flores de plástico, velas, macetas y estampas marianas, completan el el decorado de esta conmovedora capilla.
Es uno de esos rincones que no esperas encontrar en tu camino, pero que te recuerdan que la fe mueve montañas, o como en este caso las llena de emociones.
Lo primero que llama nuestra atención, son unos montoncillos de piedras que se levantan como pequeñas torres ante el desvío que hace el camino. Según parece, dejar una pequeña piedra sobre uno de los montones trae suerte. Más bien creo que es un intento del visitante de dejar su impronta, su recuerdo.
Nos dirigimos a la pequeña cueva que se formó hace millones de años en uno de los movimientos de la Madre Tierra, para encontrarnos con la sencilla muestra de la fe popular que es la pequeña ermita, altar diría yo, dedicado a la Virgen de Lourdes. Traspasamos las mismas verjas que llevan guardando las imágenes desde hace décadas para observar más de cerca el pequeño oratorio.
La principal imagen es, por supuesto, la de Lourdes, pero la acompañan otras de menor tamaño que la gente ha colocado en los diminutos repechos que forma la roca. Flores de plástico, velas, macetas y estampas marianas, completan el el decorado de esta conmovedora capilla.
Es uno de esos rincones que no esperas encontrar en tu camino, pero que te recuerdan que la fe mueve montañas, o como en este caso las llena de emociones.
Sinceramente, no sabía de la existencia de los relojes de sol exentos hasta que vi este maravilloso ejemplo en Fornells. Había visto, supongo que como casi todo el mundo, los que adornan iglesias y fachadas de edificios civiles en muchos lugares del mundo. El que protagoniza este rincón es mucho más complejo y su situación, en el paseo costero de Fornells lo hace aún más espectacular.
Construido con un presupuesto de 400.000 pesetas ( es del año 1988), los materiales de construcción son diversos, como Menorca: piedra de Santanyí, hormigón, acero inoxidable y pintura resistente a la erosión. Rafael Soler, ingeniero que lo construyó, ha demostrado su conocimiento y su entusiasmo en varios relojes de las formas más variadas y sorprendentes en toda la geografía balear y en muchos lugares de España.
Es imposible no verlo, porque se halla en pleno paseo que lleva al puerto, y casi hay que esquivarlo para poder continuar. Pero no hagamos eso. Debemos detenernos y disfrutar de la obra de Soler, delicada y exacta. El gnomon nos regala una estampa de signos zodiacales, las líneas de los solsticios y las de los equinoccios, las líneas horarias y las meridianas...y nos recuerda, sobre todo que "Sol ómnibus lucet", es decir " El sol brilla para todos".
Faro de Faváritx
El único parque natural de Menorca, muy, muy cerca de Maó, esconde maravillosos paisajes agrícolas y caseríos, restos arqueológicos y lo que nos ocupa en este rincón, un paraje natural espectacular. El cabo que lo alberga, está socavado por una laguna interior que es todo exuberancia y naturaleza viva, por eso, al llegar a la punta donde se ubica el faro quedamos sorprendidos por el cambio de escenario.
Aquí se mastica la soledad sobrecogedora, el sol brilla sobre un suelo de pizarra casi negro y la sensación de aislamiento es casi insoportable.
Si no fuera por la cercanía del mar, podríamos pensar que estamos en otro planeta, en otro universo. Pero no, estamos en lo que se ha dado en llamar el finisterre menorquín, el final de la tierra balear. Caminamos por el sendero que de repente desaparece al entrar al recinto del faro y nos vemos obligados a seguir por la piedra ardiente que conforma el peñasco donde se levanta el complejo.
Vemos el faro desde todos los ángulos, intentando imaginar cómo sería la vida del torrero, que haría con su tiempo, con su vida, con sus ilusiones. También pensamos en la importancia de su trabajo, en las vidas que habrá salvado a lo largo del tiempo, en las almas agradecidas que pudieron seguir viviendo cuando el enfurecido mar se vio privado de sus cuerpos gracias a la luz que provenía de la costa.
Lo mejor que podemos hacer para acabar la visita, es sentarnos frente al mar, respirar su aire y de vez en cuando mirar al faro, que con su blanca estampa contrasta con la negrura salvaje de las rocas que lo protegen del furioso y calmo Mediterráneo
Aquí se mastica la soledad sobrecogedora, el sol brilla sobre un suelo de pizarra casi negro y la sensación de aislamiento es casi insoportable.
Si no fuera por la cercanía del mar, podríamos pensar que estamos en otro planeta, en otro universo. Pero no, estamos en lo que se ha dado en llamar el finisterre menorquín, el final de la tierra balear. Caminamos por el sendero que de repente desaparece al entrar al recinto del faro y nos vemos obligados a seguir por la piedra ardiente que conforma el peñasco donde se levanta el complejo.
Vemos el faro desde todos los ángulos, intentando imaginar cómo sería la vida del torrero, que haría con su tiempo, con su vida, con sus ilusiones. También pensamos en la importancia de su trabajo, en las vidas que habrá salvado a lo largo del tiempo, en las almas agradecidas que pudieron seguir viviendo cuando el enfurecido mar se vio privado de sus cuerpos gracias a la luz que provenía de la costa.
Lo mejor que podemos hacer para acabar la visita, es sentarnos frente al mar, respirar su aire y de vez en cuando mirar al faro, que con su blanca estampa contrasta con la negrura salvaje de las rocas que lo protegen del furioso y calmo Mediterráneo
Cala En Tortuga
Desde antes de ir a Menorca, mientras ojeábamos y buscábamos información sobre la isla, ya estaba en nuestros planes visitar esta playa. Su situación, aislada de lo que suele ser el circuito habitual de visitas playeras y la belleza de su entorno, nos hicieron incluirla rápidamente en nuestro plan de viaje.
Llegar no es nada difícil, ya que sólo debemos estacionar nuestro coche en un pequeño terreno bien señalizado junto a la carretera y andar por un sendero hasta llegar al paraíso hecho playa. Debemos pasar por un trecho de camino de caballos, que discurre entre matorrales y sube y baja por pequeñas lomas, pero al final de estos 15 minutos de camino nos espera la recompensa.
Desde arriba podemos ver en todo su esplendor esta parte del Àrea Natural d’Especial Interès de s’Albufera des Grau.
Precisamente el verde de esa albufera donde viven patos, chorlitos y miríadas de pequeñas aves, contrasta con el amarillo casi dorado de las dunas que preceden a la playa y que hacen de la zona un lugar único.
Descendemos por la rampa habilitada y guardada por barandillas de madera para tocar por fin la arena de la playa, dejamos nuestras cosas y antes de bañarnos nos dedicamos a explorar el lugar. Subimos hasta el pequeño acantilado que delimita la cala por la derecha, y aparte de las espectaculares vistas que podemos ver en las fotos, descubrimos otra pequeña cala, de roca, que se llama Capifort. La transparencia del agua es absoluta y magnética, por lo que tardamos muy poco en volver a bajar a Tortuga y meternos en ella durante largo rato.
La playa estaba prácticamente vacía, por lo que por un tiempo nos hicimos la idea de que habíamos descubierto un edén para nosotros solos. No fue así, porque empezó a llegar gente, poca, atraída por el encanto de un lugar único en Menorca.
Son cinco kilómetros lo que mide el largo puerto de Maó, flanqueado por un bello paseo que nos permite una apacible caminata adornada por restaurantes, bares y tiendas donde comprar algún que otro recuerdo de nuestro paso por la ciudad menorquina.
Recomiendo empezar el paseo con una vista casi de pájaro, partiendo desde lo alto, donde se ubica la ciudad. Lleguemos hasta la Iglesia de San Francesc y descendamos al puerto por las escaleras que encontramos justo detrás del templo. Una vez abajo, estaremos en el llamado Moll de Ponent que se convierte, según andamos en el de Llevant.
Precisamente andándolo, nos damos cuenta del porqué es uno de los puertos naturales más importantes del Mediterráneo y la vista de la ciudad, asentada sobre su plataforma rocosa es realmente espectacular.
Observamos la intensa actividad portuaria de comercio, turismo y pesca; a lo lejos divisamos las islas e islotes que salpican las aguas del muelle, como la del Rei a la que llaman "Bloody Island" por haber albergado un hospital inglés hasta hace muy poco.
Pero quizá lo que más llame la atención sea la multitud de bares y restaurantes que atraen con sus ricos aromas a los visitantes que quieren probar las especialidades gastronómicas menorquinas. Edificios de varias plantas rehabilitados y preparados para el turismo, que llevan años brindando lo mejor de Maó.
Cuando lleguemos a Baixamar, veremos una plaza que se abre a nuestra derecha, con unas escalinatas blancas que nos llevan a Ses Voltes, por donde subiremos para volver a caminar por las elevadas calles de Maó.
Un paseo corto pero relajante que nos permite disfrutar de la cara más marítima de la capital menorquina.
Aquí es fácil encontrar productos tan menorquines como el afamado queso Mahón-Menorca, la carn i xua, la sobrassada o el botifarró, las mermeladas artesanas, la miel y las ensaimadas, los flaons o los robiols.
No podemos olvidarnos del gin, los productos de la piel, como las avarques y la afamada cerámica que tiene en Lladró su máximo exponente.
Tenemos de todo, sólo hay que ir.
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