sábado, 4 de abril de 2020

Ruta por la Provincia de Córdoba (IV)

 Medina Azahara, la ciudad palatina de los califas de córdoba.

El terreno que se encuentra a los pies del Monte de la Novia, en la Sierra de Córdoba, ha sido en todos los tiempos emplazamiento favorito para casas de recreo y descanso, villas romanas y almunias árabes que dieron lustre y esplendor a la zona como lugar de esparcimiento de las élites gobernantes.

Y en el apogeo de este esplendor, el poderoso califa Abderrahman ben Mohamed, inspirado por la voluntad de Alá, decidió edificar una gran ciudad palatina, como los más poderosos gobernantes de todos los tiempos y países, a la que llamó Medina Azahara.


Surgieron las leyendas y las mareantes cifras con las que se construyó la ciudad.


Las cuatro mil columnas con las que se levantó y embelleció procedían de la Sierra de Córdoba de un bello tono azul celeste, de la de Cabra- con su mármol rosado- y para dar más empaque siguieron la costumbre de traer columnas de Cartago, Túnez, Sfax...hasta un total de mil trece, aparte de las 140 que regaló el emperador de Constantinopla y las 19 del país de los francos.



Para colocarlas y levantar muros y techos se empleaban a diario 1.500 burros y 400 camellos, mil cien cargas de cal, yeso y otros materiales usados por hombre libres y esclavos cristianos y africanos procedentes de las campañas guerreras.



Se construyeron cuatrocientas casas para todo un mundo cortesano, distribuidas entre los ministros del califa, generales, altos funcionarios, miembros de la familia califal, poetas y otros faranduleros. El censo total de la ciudad se elevó rápidamente a los 20.000 habitantes.



El palacio del Califa, esplendor absoluto, estaba pavimentado, como aún se ve en el yacimiento, con baldosas de cerámica roja y amarilla, y entre sus muros se guardaron los mayores tesoros de su tiempo, como el gran collar de esmeraldas que había poseído en Bagdad el califa Harum al Raschid o la enorme perla del emperador de Bizancio que el califa colgó del techo de su Salón Dorado y que era del tamaño de un huevo de paloma o quizá el enorme rubí que lucían los monarcas cordobeses y que hoy forma parte de la corona de los reyes de Inglaterra o el pie de la copa del Santo Grial...



En los departamentos administrativos se redactaban cartas y misivas que luego se enviarían a lugares tan lejanos como China, Rusia, Egipto, Irak, Ghana y otros muchos que mantenían relaciones de cordialidad y paz con el Estado andaluz.



Todo este lujo y esplendor acaba en el 1010, cuando la revolución que acaba con el califato de Córdoba, armada por berberiscos o moros mercenarios del ejército, asalta y destruye las grandes creaciones cortesanas y en un colosal incendio acaba con la maravillosa creación. En el asalto final, los últimos pobladores de Azahara se refugian en la mezquita, donde la soldadesca degüella sin piedad a mujeres y niños, y después de seis meses de saqueo y muerte, salen camino de los puertos, tratando de regresar a su tierra africana.


Atrás dejaron, destruidos hasta la última piedra, tesoros como el Salón del Trono, con arcos de marfil y ébano, incrustadas de adornos de oro y piedras preciosas, paredes de mármoles suntuosos y jaspes transparentes como el cristal y techos cubiertos de tejas de oro y plata. Por si fuera poco, los ineptos gobernadores posteriores vendían los metales ( chapas de puertas, canales de plomo) como chatarra, se arrancaron columnas y piezas ricas para usarlas en lejanas construcciones como Marrakech, o en cercanas como Sevilla ( no hay más que ver las que luce hoy el Alcázar o los 121 capiteles que tiene en sus ventanales la Giralda).


Como colofón a la desidia y la ineptitud de la Historia y de muchos que la conforman, la propia ciudad vendió en 1405 la ruina a los frailes de San Jerónimo, quienes la explotaron con intensidad para extraer sillares con los que construir el hermoso y cercano monasterio.
Su reconstrucción total, por tanto, es imposible. Desperdigados por el mundo quedan las joyas que la conformaron, como la arqueta de plata de la catedral de Gerona, el leoncito hallado en tierras de Palencia que hoy se encuentra en el Louvre, o el pavo real que lo acompaña, el grifo de Pisa, y la estatuilla del Museo del Barguello en Florencia, columnas que hoy soportan la quibla de la kutubía de Marrakech y su alcazaba....Lista interminable y pistas perdidas.
Hoy en día una reconstrucción poco afortunada, en mi opinión, intenta recuperar, al menos, parte del espíritu y esplendor de "Córdoba la Vieja", como la llamaba el pueblo llano cordobés.


Aún con todo, parece que sigue dormida, inalterable, arrullada por el sonido de las chicharras y el calor del estío...Dormida, pero viva en su leyenda.

La otra ciudad del Guadalquivir
Si viajando por tierras cordobesas, uno divisa a lo lejos una torre roja que luce como un farol sobre un blanquísimo caserío, está llegando sin duda a la ciudad de Montoro. 
Cinco colinas, que no siete, se hermanan con la particular imagen de esta villa andaluza, que se asoma tímidamente para deleitarse con la belleza de su paisaje, en un recodo del Guadalquivir.

Se ha dicho que Montoro es la Toledo Andaluza por la estampa que dibuja su monumental entramado sobre un promontorio ceñido por una honda curva del río. El puente del Guadalquivir une la villa con uno de sus barrios típicos y el color rojo intenso que tiñe la tierra y la piedra contrasta con el blanco de la cal de las casas escalonadas.


Sobre sus aguas se alzan las iglesias, los palacios y las colinas que se encrespan hacia Sierra Morena.


Precisamente, uno de esos colores que conforman la paleta cromática de la Villa, es el rojo de la llamada piedra molinaza, característica de la arquitectura de los pueblos que flanquean el Guadalquivir al pasar de Jaén a Córdoba.



Se trata de una piedra arenisca de profundo color cárdeno, de fácil talla y que se extrae de las canteras de las sierras de Cardeña y Montoro.
El ducado de la Villa, que pertenece desde siglos a los Alba, le aporta esa raigambre y ese tronío que la envuelven y le acaban de dar el empaque que merece la señorial y elegante Montoro.

La elegancia de la piedra roja, San Bartolomé.
Ante la plaza de España se eleva el principal monumento de Montoro, levantada entre los siglos XV y XVI, con su portada gótica y la rica armadura mudéjar de su nave central.




La roja piedra molinaza le da un color pocas veces encontrado en la arquitectura religiosa de la época, sobre todo en el altar central, con un efecto que refuerza acertadamente el terciopelo granate que lo cubre.


Tuvo que ser profundamente restaurada tras la Guerra Civil española de la que salió gravemente dañada.



Afortunadamente hoy luce en todo su esplendor para disfrute de creyentes y agnósticos; los primeros tienen en ella refugio y consuelo para su alma y los segundos un catálogo muy completo de obras de arte religiosas, empezando por la lápida visigoda sobre pedestal romano que encontramos empotrada a la izquierda de la puerta principal de entrada, pasando por la riquísima ornamentación de los techos, o la andalucísima imaginería que llama nuestra atención por su intensidad expresiva.






Acabamos la visita con una vista a los cielos, para admirar la fuerte y recia torre que desde el XVI se fue levantando pero no pudo ser terminada hasta el XIX.
El centro del ducado
El espacio que conforma la Plaza de España es unión y muestrario de varios estilos arquitectónicos, así como una mezcla bastante acertada de edificios civiles y religiosos. Es muy curioso el hecho de que la plaza parezca trepar por la ladera que forma el promontorio donde se alza todo el pueblo, por lo que lo más fácil es subir por la calle opuesta a la iglesia para obtener una hermosa perspectiva del conjunto.
Destaca sobre todo la Iglesia de San Bartolomé, algunas casas señoriales con balconadas cubiertas y por encima de todo, el Ayuntamiento, con un aire que recuerda a la Vetusta de Clarín pero con aires andaluces.

Y por eso nos centraremos en él.
Cabeza del ducado de Montoro, la ciudad no muestra el ayuntamiento como primitivo palacio ducal, sino como lo que siempre fue, Casas del Ayuntamiento costeadas y levantadas por el pueblo de Montoro, levantado en piedra arenisca en estilo plateresco, adornado con el fastuoso escudo de armas de la ciudad, que no del ducado y adornado con un hermoso y gran balcón que recorre su fachada.

La baranda se compuso con material proveniente de Madrid, tan antiguo que data de 1701, y consistente en noventa y cuatro balaustres pequeños de hierro, seis grandes y seis bolas de bronce. Varias losas de mármol tallado hacen referencia a la fundación del edificio, así como la función para la que fue creado y levantado, mal que le pese a algunos que han querido ver en él, el palacio de un ducado que lleva desde 1660 en posesión de la familia de los Alba. Mitomanía en estado puro


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