lunes, 2 de noviembre de 2020

Córdoba califal (II)

 Como un brazo de piedra que une las dos orillas de Córdoba sobre el Guadalquivir, el puente romano, del que sólo se atisban los cimientos que colocaron los infatigables constructores del imperio, allá por el siglo I A.C. bajo las sucesivas consolidaciones y añadidos árabes y cristianos, nos muestra su esplendor y su firmeza de roca.


Con 16 arcos que soportan la calzada de 240 metros de longitud, fue hasta mediados del siglo XIX, el único puente fijo sobre el Guadalquivir.
Guardado celosamente por una escultura de San Rafael, habitualmente cuajado de velas que arden día y noche, desde aquí se observa todo el margen izquierdo del río y la gran curva del derecho que se ha convertido en el jardín del Guadalquivir, un magnífico parque aterrazado que baja hasta el mismo cauce.

Para mi gusto, la última restauración ha sido demasiado "perfecta", quedando el puente muy limpio de historia, demasiado rejuvenecido, plástico, y poco creíble. Esperemos que al menos sirva para mantenerlo vivo durante otros 20 siglos más....


Molinos de Albolafia, moviendo el agua
Ubicados en la margen derecha del Guadalquivir, al pie del Alcázar de los Reyes Cristianos, constituyen uno de los mejores ejemplos que se conservan de la ingeniería hidráulica de la España musulmana. La gigantesca rueda y los molinos que la acompañan son una obra almorávide del siglo XII, instalada sobre estructuras califales.

A partir de los molinos, surge un frondoso parque fluvial de unas 215 hectáreas que son Monumento Natural. Aquí, el paso de la corriente conecta con las zonas inundables, barras e islotes producidas por el fluir del agua. que dan cobijo a una gran población de aves acuáticas de gran interés por hallarse en peligro de extinción.

Joyas escondidas
Los encantadores patios cordobeses constituyen uno de los más entrañables atractivos de la ciudad. Se trata de patios unas veces señoriales y otras populares, pero siempre originales e inmaculadamente limpios, rezumando frescor y llenos de plantas y flores. Como todo lo que en Córdoba constituye un auténtico legado del pasado histórico, los patios tienen dos raíces: la romana y la árabe. Al parecer, fue bajo la dominación romana cuando adquirieron carta de naturaleza, ya que fue ágora para los romanos y casinillos para los árabes.


Comunican directamente con las estancias y las galerías de las casas. Las paredes del patio aparecen literalmente invadidas de flores y plantas trepadoras. Naranjos, limoneros y flores de todas clases, que perfuman el recinto, colorean un perpetuo aire de fiesta y crean un milagro de calma y sosiego bajo la sombra vegetal en plena ciudad, que con el sol de justicia andaluz, se agradece.


Para un artista enamorado del color, un patio cordobés representará con toda seguridad una poderosa tentación: las rejas de magnífico hierro forjado, la exuberancia vegetal, las fuentes, la cerámica que cuelga de las paredes, primorosamente colocada, los azulejos, elegantes y únicos y por todas partes la resplandeciente claridad de la cal, que ejerce de moderadora, unificando colores y suavizando ángulos.



Tan arraigados están el patio y su significado en la vida cordobesa, que incluso se celebra anualmente, en la primera quincena del mes de mayo, el simpático y variopinto festival de los patios cordobeses. Todas las casas engalanan su patio y fachada para esas fechas y compiten para obtener los mejores premios.


Completan este cuadro único las Cruces de Mayo, los caldos de Montilla y de Moriles y las guitarras que lanzan al aire un quejido en forma de soleá.

Mundo de acusada personalidad, humanamente bello, éste de los maravillosos patios cordobeses.
Un sabor que no se ha perdido
Córdoba es una ciudad de equilibrado y señorial empaque. La idiosincrasia del cordobés se asienta sobre dos pilares fundamentales: el sereno clasicismo romano y la desbordante fantasía oriental del árabe, que le confieren una elegante discreción y una mesurada afabilidad. Muy pocos pueblos pueden presumir de poseer una distinción natural y una personalidad tan acusada como el cordobés.





Toda la ciudad está llena de interesantes monumentos y su topografía literalmente invadida por los más ilustres y dispares estilos arquitectónicos. En cualquier callejuela, en cualquier plazoleta, en el más ignorado rincón, está presente, y milagrosamente vivo, el espíritu cordobés, habituado a transitar por los caminos de la historia y siempre ávido de nuevas singladuras artísticas.





Hay que perderse por Córdoba, dejarse encerrar por sus murallas y olvidarse del tiempo y del espacio. Pasar de lo judío a lo musulmán, y del Islam al Paraíso, aunque el Paraíso parece encontrarse dentro de la Mezquita, en la plaza de los Capuchinos o en el más humilde patio lleno de flores.





Calles estrechas que apenas permiten el paso, avenidas de nueva traza, sinagogas de lisas paredes o iglesias que parecen sostener con su voluntad los ricos artesonados de techos retablos.







Todo eso es Córdoba. Como decía Lorca: ¡Sevilla para herir, Córdoba para morir!

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