Antsirabe es la tercera ciudad más grande del país, después de Antananarivo (la capital) y Toamasina. Su nombre significa "lugar de mucha sal" en malgache, debido a la presencia de aguas termales y minerales en la zona. Fundada por misioneros noruegos en el siglo XIX, quienes la eligieron por su clima fresco y saludable, lo cual es inusual para Madagascar, está rodeada de paisajes volcánicos y fértiles tierras agrícolas.




Desde el centro de la ciudad, se toma una carretera secundaria hacia el oeste. Los campos se estrechan, el camino se vuelve de tierra, y en el horizonte comienzan a aparecer colinas azules. Después de pasar por pequeños pueblos agrícolas y árboles que parecen susurrar leyendas, se llega finalmente al borde de un cráter. Allí, en el silencio absoluto de la altura, descansa el Lago Tritriva. No es solo un lago. Es un ojo azul profundo que observa en silencio. Sus aguas, quietas y perfectas, parecen no pertenecer a este mundo. No hay olas, no hay aves que lo crucen, solo reflejos. Y un rumor constante, el de la historia de dos amantes malgaches, Rabeniomby y Ravolahanta, que un día se lanzaron desde lo alto de ese acantilado porque su amor era imposible. Dicen que sus almas habitan el lago, y que dos árboles entrelazados en la orilla los recuerdan sin palabras. El agua sube cuando debería bajar, y baja cuando el mundo se llena de lluvia. El lago, como los que lo conocen, tiene sus propios misterios. Rodear Tritriva a pie es como girar en torno a un secreto. El sendero te ofrece vistas mágicas en cada curva, con el azul del lago contrastando con el verde de los pinos y el gris oscuro de las rocas volcánicas. A veces, el silencio es tan profundo que uno oye sus propios pasos como si caminaras dentro de una iglesia natural, y al terminar la vuelta, al mirar por última vez el lago desde lo alto, algo cambia. No se sabe si es el lago o uno mismo, pero la sensación de haber sido parte de algo sagrado permanece. 



Ubicado a casi 1.900 metros de altitud, el Lago Tritriva no es solo una maravilla geológica, sino un lugar donde la naturaleza y la espiritualidad parecen estar en diálogo constante. Este lago profundo y de forma ovalada se encuentra encajado en el cráter de un antiguo volcán extinto, rodeado por paredes rocosas que caen abruptamente hasta tocar el agua de un azul hipnótico. Es un destino que recompensa tanto al aventurero como al contemplativo. Lo que hace único al Tritriva no es solo su origen volcánico, sino su comportamiento enigmático. A diferencia de la mayoría de los lagos del mundo, el nivel del agua sube en temporada seca y baja durante las lluvias. Este fenómeno, aún sin una explicación científica definitiva, ha sido interpretado por las comunidades locales como una señal del espíritu del lago, un ser vivo que responde a la energía del entorno.. El sendero no está marcado por señales oficiales, pero está bien definido por las pisadas de quienes han caminado por él durante años. En el camino, se pueden observar aves endémicas, formaciones rocosas sorprendentes y vistas espectaculares del paisaje montañoso que se extiende más allá del lago. En ciertos puntos, si prestas atención, verás pequeñas ofrendas: piedras apiladas, telas rojas, flores secas. Son formas de respeto, hechas por visitantes o lugareños, dirigidas a los "razana", los ancestros, que según la cosmovisión malgache, habitan todos los elementos del paisaje.
Aunque no hay guardias ni carteles oficiales, hay reglas tácitas muy claras. No se permite nadar ni lanzar piedras al lago. No es por cuestiones de seguridad solamente: es por respeto. El lago es visto como un espíritu ancestral. Romper sus reglas no solo es una falta de cortesía, sino un acto que, según se cree, puede traer consecuencias no deseadas. En algunos relatos se cuenta que visitantes que se burlaron de las leyendas sufrieron pequeños accidentes o malestares al poco tiempo de dejar el lugar. ¿Coincidencia o advertencia? En Tritriva, la línea entre lo natural y lo místico es tan delgada como el reflejo del cielo en su superficie. Ir al Lago Tritriva no es simplemente “ver un lago”, es una oportunidad para sentir cómo la tierra, la historia, las creencias y la belleza natural se entrelazan. Es el tipo de lugar donde el tiempo parece detenerse un poco, donde cada brisa parece decir algo, y donde uno se va con más preguntas que respuestas, pero con el alma un poco más despierta. El camino de regreso a Antsirabe es el mismo, pero ya no se ve igual. Porque en Madagascar, los paisajes no solo se miran: se sienten, se respiran, se llevan adentro.
El trayecto entre Antsirabe y la Reserva de Kirindy, en Madagascar, es una travesía que condensa gran parte de la diversidad paisajística del país. A medida que avanzas por la Ruta Nacional 7 y luego tomas el desvío hacia el oeste por la RN35 y la RN8, se produce una transición gradual, casi hipnótica, entre distintos mundos naturales y humanos.
Al avanzar hacia el suroeste, el terreno comienza a descender. Los arrozales ceden lugar a sabanas más secas y a colinas erosionadas, donde la tierra rojiza se convierte en protagonista. Cruzas pueblos donde las casas de adobe se funden con el color del suelo. Los cebús —el ganado sagrado— caminan por los bordes de la carretera, levantando nubes de polvo.
Por el camino vemos curiosidades como este termitero...
O esta pequeña pagoda en Beranomaso, construido en 1987 por una empresa de Corea del Norte y restaurado por las autoridades de la región como mirador turístico de la zona.
Ya más cerca de Morondava, el paisaje se vuelve plano, más árido, salpicado por baobabs que se alzan como gigantes dormidos. Esta región es el umbral del bosque seco occidental de Madagascar. Aquí, el calor aprieta, y la vegetación se adapta: árboles de corteza gruesa, espinas, hojas pequeñas para resistir la sequía.
Finalmente, tras cruzar caminos de tierra y ríos poco profundos, entras en la Reserva de Kirindy. El bosque aquí es denso pero seco, con troncos retorcidos, una paleta de verdes apagados y grises, y un silencio quebrado solo por el canto de los lémures y el crujido de las hojas secas. Es un ecosistema único, donde habitan especies que no existen en ningún otro lugar del mundo.
Es un refugio natural donde la vida silvestre late con intensidad única. Este bosque seco, uno de los ecosistemas más especiales y vulnerables de la isla, despliega un tapiz vibrante de árboles retorcidos, arbustos y claros bañados por la luz del sol.
Al adentrarte en Kirindy, el tiempo parece detenerse y la naturaleza revela sus secretos más íntimos. Aquí, el murmullo de las hojas se mezcla con el canto lejano de aves exóticas y el sigiloso paso de criaturas que solo se muestran cuando cae la noche. La reserva es especialmente famosa por albergar al curioso lémur ratón, así como al emblemático fosa, un carnívoro singular que reina en esta selva seca, que tuvimos la inmensa suerte de poder divisar en la espesura.
Durante el día, el paisaje ofrece un contraste fascinante entre la aridez del suelo y la riqueza de la vida que sostiene, mientras que la noche trae consigo un espectáculo completamente distinto: los lémures nocturnos emergen y las estrellas se reflejan en un cielo inmenso y silencioso.

Visitar Kirindy es sumergirse en un mundo donde la biodiversidad sorprende en cada rincón y donde cada encuentro con sus habitantes naturales se siente como un regalo de la naturaleza, preservada con esmero en este santuario único.
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