domingo, 2 de noviembre de 2025

Euskadi: Un lienzo pintado por el tiempo y el mar (II) Bilbao (I)

 Mi llegada a Bilbao fue una sorpresa. Ya no esperaba una ciudad gris, industrial, marcada por el pasado fabril del norte. Sabía que esa época había terminado. Pero lo que no esperaba era encontrar un lugar tan vibrante, lleno de vida, donde la tradición convive con la vanguardia en un equilibrio perfecto. Bilbao no solo ha cambiado: ha renacido. Y lo ha hecho sin perder su carácter, ese orgullo vasco que se percibe en las calles, en las miradas y en el ritmo sereno de su gente.


Si hay algo que define a Bilbao, más incluso que su arquitectura o su arte, es su ría. A veces pienso que la ciudad no nació en tierra firme, sino en el reflejo de sus aguas. La ría del Nervión —o, como muchos la llaman, simplemente “la ría”— no es solo el centro geográfico de Bilbao, sino su columna vertebral emocional e histórica. Todo, absolutamente todo, ha girado siempre en torno a ella. Hace siglos, estas aguas fueron el punto de partida de los barcos cargados de hierro y carbón, el alma de un Bilbao obrero, rudo, cubierto de humo. Aquí resonaban los martillazos de los astilleros, los silbidos de las fábricas, el rugido metálico de una ciudad que crecía al ritmo del trabajo. La ría olía entonces a hierro y a esfuerzo, y su color era oscuro, casi opaco, como si reflejara el peso del progreso.


Pero el tiempo, como el agua, limpia y transforma. Hoy, pasear por la ría es asistir a uno de los renacimientos urbanos más bellos de Europa. Donde antes hubo fábricas y grúas oxidadas, ahora se extienden paseos ajardinados, esculturas, puentes y arquitectura contemporánea. El aire huele a sal y a vegetación, y las orillas se han llenado de vida: ciclistas, familias, músicos callejeros, viajeros que se dejan seducir por la calma del lugar. 

El Teatro Arriaga es uno de esos lugares en Bilbao donde no hace falta entrar para sentir que estás frente a algo con alma. Está inspirado en la Ópera de París, y eso se nota en cuanto uno llega a la plaza: balcones curvos, ornamentación noble, la piedra jugando con la luz como si quisiera demostrar elegancia sin exceso. Fue inaugurado en 1890 y lleva el nombre de Juan Crisóstomo de Arriaga, el “Mozart español”, nacido en Bilbao y muerto dramáticamente joven, con solo 19 años.


 El edificio que vemos hoy es reconstrucción fiel del original, porque el teatro se quemó en 1914 y volvió a sufrir una gran inundación en 1983 con la ría desbordada. Y aun así sigue en pie —como si el carácter bilbaíno también se construyera aquí, en piedra y memoria: se cae, se levanta, se rehace. Su arquitectura es puro eclecticismo neobarroco de finales del XIX, con fachada simétrica, cúpulas laterales, esculturas alegóricas y un dominio absoluto de la curva sobre la línea recta. Es uno de los edificios más fotografiados y más reconocibles de Bilbao, justo en la entrada natural al Casco Viejo, al otro lado de la ría, como si fuera una puerta ceremonial hacia la ciudad histórica.

Llegamos a la calle Ribera, bajo cuyos soportales encontramos un curioso grupo de frescos, como "La leyenda de Kixmi". Estos paneles incluyen varias obras de distintos autores, con temas que celebran el arte, la ciudad y la tradición bilbaína.

El estilo es contemporáneo en su intención (al menos en algunas piezas), aunque están integradas en un entorno clásico de la ciudad vieja.

Hay un momento en todo viaje a Bilbao en el que uno siente que ha llegado al verdadero origen de la ciudad. No está frente al Guggenheim ni en la Gran Vía moderna, sino a orillas de la ría, donde se alzan dos símbolos que parecen mirarse el uno al otro desde hace siglos: el Mercado de la Ribera y la Iglesia de San Antón.
Juntos forman la postal más genuina de Bilbao, la que aparece incluso en su escudo, como si el alma de la ciudad hubiera nacido allí, entre piedra, hierro y agua.



El Mercado de la Ribera es mucho más que un mercado. Es un espectáculo sensorial, un espacio donde el Bilbao de siempre sigue vivo entre los ecos del pasado. Construido sobre antiguos puestos de venta al aire libre, su edificio actual, con su estructura de hierro, cristal y hormigón, fue durante años el mercado cubierto más grande de Europa. Desde fuera, su arquitectura art déco ya impone: formas geométricas, vidrieras que reflejan la luz sobre la ría, balcones donde se mezclan la historia y la modernidad.

Justo al lado, un poco más arriba, se alza la
Iglesia de San Antón, una joya del gótico vasco que parece proteger al mercado como un viejo guardián. Construida en el siglo XV sobre los restos de una fortaleza, su historia está tan entrelazada con la del propio Bilbao que ambos —la iglesia y el puente vecino— aparecen en el escudo oficial de la ciudad.

Su torre, de piedra dorada por los siglos, se refleja en las aguas del Nervión, creando una imagen que todos los bilbaínos reconocen con orgullo. Dentro, el templo respira sobriedad y recogimiento, con bóvedas altas y un aire medieval que contrasta con el bullicio del mercado. Es como si la iglesia y el mercado representaran las dos almas de Bilbao: la espiritual y la cotidiana, la del trabajo y la del silencio.


Desde el puente de San Antón, las vistas son de esas que se quedan grabadas: a un lado, las fachadas de colores del Casco Viejo, con balcones llenos de flores; al otro, el mercado reluciendo al sol, y más allá, el río que lo conecta todo. Es un lugar que resume siglos de historia en unos pocos metros.

En la otra orilla, la vida sigue con un ritmo más cotidiano. Los barrios de Deusto y Uribitarte se asoman al agua con un aire renovado, donde antiguos almacenes se han convertido en centros culturales, oficinas y cafés con terrazas que miran al río. Cada tramo de la ría parece tener su propio carácter, su propio pulso. Y sin embargo, más allá de la modernidad, hay algo profundamente simbólico en todo esto. La ría ha sido testigo de las dos almas de Bilbao: la del hierro y la del arte, la del esfuerzo y la del renacimiento. Es el espejo donde se reflejan las cicatrices del pasado y el brillo del futuro.




La estación de Abando tiene ese equilibrio tan bilbaíno entre lo funcional y lo bello. Construida en el siglo XIX, cuando el ferrocarril era símbolo de modernidad, fue testigo del bullicio industrial, del humo y del hierro. Hoy, sin embargo, ha sabido adaptarse a los tiempos sin perder carácter. Los viajeros se mueven entre andenes amplios y señales digitales, pero aún se siente el eco del pasado en las columnas de hierro, en las viejas lámparas, en la piedra gastada de los muros. Allí conviven las prisas del presente con la calma del recuerdo. Algunos llegan con maletas de ruedas, otros con el periódico bajo el brazo, y siempre hay quien se detiene un instante para mirar hacia arriba y dejarse atrapar por sus vidrieras. Porque nadie pasa por Abando sin alzar la vista. Es un gesto inevitable, casi instintivo.

Y hay algo poético en eso: mientras los trenes parten hacia Madrid, Barcelona o Santander, la luz que entra por los cristales sigue anclando a Bilbao a su tierra, a su historia, a su identidad. Es como si la estación respirara por todos los que la cruzan. Fuera, los taxis esperan en fila, el metro se desliza bajo tierra y la ría no está lejos, recordando que toda la ciudad gira en torno a su cauce. Dentro, el reloj marca la hora con la paciencia de quien ha visto miles de despedidas y regresos. Dicen que con la llegada del tren de alta velocidad, Abando volverá a transformarse, y que la estación del futuro será aún más moderna, más abierta, más luminosa. Pero yo espero que las vidrieras sigan ahí, presidiendo el espacio como una bendición. Porque, más allá de los trenes, lo que convierte a esta estación en un lugar único no es su función, sino su alma.


Paseando por la ría de Bilbao, uno se da cuenta de que esta ciudad se reinventa sin dejar de mirarse en el agua. Y justo allí, donde el cauce se curva suavemente, aparece una silueta blanca, ligera, casi etérea. Es el Puente Zubizuri, una de esas obras que no solo se cruzan, sino que se contemplan.. Zubizuri significa “puente blanco” en euskera, y el nombre no podría ser más acertado. Su diseño, obra del arquitecto Santiago Calatrava, parece una metáfora de lo que Bilbao quiso ser tras su transformación urbana: una ciudad moderna, abierta y elegante, que tendió un puente —literal y simbólico— entre su pasado industrial y su presente cultural. El puente se eleva sobre la ría con una grácil curva de acero y un arco inclinado del que cuelgan decenas de tensores que recuerdan las cuerdas de un instrumento musical. Cuando uno lo observa desde el paseo de Uribitarte, tiene la sensación de que flota sobre el agua, como si el aire y la luz sostuvieran su estructura.



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