jueves, 6 de noviembre de 2025

Euskadi: Un lienzo pintado por el tiempo y el mar (II) Bilbao (II)

 La ría no solo atraviesa la ciudad: la define. Es, en el fondo, una metáfora perfecta de Bilbao mismo —una ciudad que, como el agua, aprendió a fluir, a adaptarse y a seguir adelante, sin perder nunca su fuerza. Y allí, a orillas del agua, se alza el icono indiscutible de esta nueva era: el Museo Guggenheim. Recuerdo perfectamente el momento en que lo vi por primera vez. Su estructura de titanio parece un barco anclado en el tiempo, o una flor metálica abierta al cielo. Cada ángulo cambia con la luz, y el edificio parece moverse, respirar, como si tuviera alma propia. Frank Gehry no solo diseñó un museo: creó un símbolo. En su interior, el arte contemporáneo dialoga con el espacio, y uno siente que ha entrado en una catedral moderna.


El Guggenheim no solo cambió el perfil urbano de Bilbao; cambió su destino. Donde antes había una zona industrial gris, junto al cauce del Nervión, se levantó una escultura habitable, una sinfonía de titanio, piedra y cristal diseñada por el arquitecto canadiense Frank Gehry, inaugurada en 1997El edificio ocupa una superficie total de 24.000 metros cuadrados, de los cuales más de 11.000 están dedicados a espacios expositivos. Su estructura se compone de formas curvas y asimétricas, recubiertas por 33.000 láminas de titanio, un material que refleja la luz del cielo y del agua de manera cambiante. A lo largo del día, el museo parece transformarse: brilla con tonos plateados al amanecer, adquiere reflejos dorados al atardecer y, cuando llueve, se funde con la ría como si fuera parte del paisaje.



El edificio está anclado a la historia y al entorno. Gehry quiso que su diseño dialogara con el pasado industrial de Bilbao —el acero, los barcos, los astilleros—, pero también con su renacimiento cultural. Por eso, su estructura, aunque vanguardista, no resulta ajena: evoca la proa de un barco, las velas hinchadas por el viento y el movimiento constante del agua. Entre las obras permanentes más destacadas se encuentran piezas de artistas como Jeff KoonsRichard SerraAnselm Kiefer o Louise Bourgeois. Y, por supuesto, las dos esculturas icónicas que ya forman parte del paisaje urbano: Puppy, el gigantesco perro floral de Koons que da la bienvenida al visitante y al que estaban cambiando la cobertura floral, y “Mamá”, la inmensa araña de bronce de Louise Bourgeois que se alza junto al río. El Guggenheim no solo se convirtió en un símbolo arquitectónico, sino también en un fenómeno cultural y económico. Dio origen a lo que se conoce como el efecto Bilbao, un término acuñado internacionalmente para describir cómo un proyecto cultural puede revitalizar por completo una ciudad. Desde su inauguración, el museo ha recibido más de 25 millones de visitantes, ha multiplicado el turismo y ha situado a Bilbao en el mapa mundial del arte contemporáneo.


Las Siete Calles son el latido más antiguo de la ciudad, el punto donde todo comenzó. Caminar por ellas es retroceder en el tiempo, hacia un Bilbao medieval que aún se respira entre los muros, los soportales y los aromas de sus tabernas. El Casco Viejo, como lo llaman hoy, nació en el siglo XIV junto a la ría, protegido por una muralla. Su estructura original estaba formada por siete calles paralelas que descendían hacia el agua, unidas por estrechos callejones y pequeñas plazas. Aquel entramado, que se ha conservado casi intacto, fue el germen de la ciudad. De ahí su nombre: Zazpi Kaleak, “las siete calles”, en euskera.






Sus nombres —Somera, Artekale, Tendería, Belostikale, Carnicería Vieja, Barrenkale y Barrenkale Barrena— evocan los oficios y la vida cotidiana de la villa en sus primeros siglos. Aquí vivían los comerciantes, los marineros, los artesanos… y de aquí partían las mercancías que dieron a Bilbao su carácter emprendedor y su vocación marítima. Pasear hoy por las Siete Calles es dejarse llevar por una mezcla perfecta de historia y vitalidad. Entre las fachadas de colores y los balcones de hierro forjado se esconden tiendas centenarias, tascas de pintxos, librerías, y mercados donde la vida sigue latiendo con naturalidad. Cada calle tiene su propio ritmo y su personalidad.


Entre las calles se abre la Plaza Nueva, un espacio porticado del siglo XIX que actúa como punto de encuentro y escenario de la vida bilbaína. Allí se reúnen vecinos y visitantes para desayunar, charlar o disfrutar del tradicional pintxo-pote.

Es inútil e imposible resistirse, en este lugar a probar la infinita variedad de pintxos que ofrecen los bares que rodean los soportales de la plaza.




La Catedral de Santiago es el templo más antiguo e importante de Bilbao, y se levanta en pleno Casco Viejo, integrada orgánicamente con la trama medieval original de las Siete Calles. Su construcción principal corresponde al siglo XV, y su estilo dominante es el gótico tardío vasco, con líneas verticales elegantes, pináculos afilados y arbotantes discretos que permiten una lectura muy pura de esa estética del gótico final, ya racionalizada en forma y proporción.


El exterior que vemos hoy, sin embargo, mezcla historia con restauración: tras siglos de modificaciones, incendios y transformaciones urbanas, la fachada principal y la torre neogótica se añadieron a finales del siglo XIX (la torre actual se concluye en 1890 aproximadamente). Esa torre estilizada, de aguja esbelta, se convirtió en uno de los perfiles más reconocibles del skyline tradicional de Bilbao antes incluso del Guggenheim. El templo está construido principalmente en piedra arenisca clara local, que adquiere tonos diferentes según las horas de luz filtrada por la ría. En el exterior también puede verse la portada gótica, con un diseño en arco apuntado y decoración vegetal y geométrica típica del gótico vasco, sin excesos barrocos añadidos que pudieran distorsionarlo.



La Catedral está declarada Monumento Nacional y forma parte estructural del Camino de Santiago del Norte. Históricamente fue punto real de paso para peregrinos que atravesaban Bilbao por vía marítima y terrestre, lo cual explica la presencia de simbología compostelana en su exterior. Sin necesidad de entrar, observando solo su volumen y su piel de piedra, es fácil entender que este edificio fue el corazón civilizador del Bilbao medieval: el punto donde la villa se organizó, creció y se legitimó como núcleo urbano portuario. Exteriormente, su sola presencia explica el origen de la ciudad.



A cada paso, el visitante descubre detalles que hablan de siglos de historia: escudos en las fachadas, fuentes escondidas, puertas que han visto pasar generaciones. Pero las Siete Calles no son un museo; son un barrio vivo, donde la gente sigue comprando, saludándose y compartiendo mesa como hace quinientos años. Las Siete Calles son la esencia más pura de la ciudad: estrechas, vibrantes, acogedoras y llenas de carácter. Un laberinto encantador donde cada esquina guarda una historia y cada paso huele a tradición.

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