Guernica (en euskera, Gernika-Lumo) es mucho más que una localidad del País Vasco: es un símbolo profundo de la memoria, la identidad y la resistencia. Situada en el corazón de Bizkaia, junto al estuario del río Oka, su historia combina raíces ancestrales, tragedia y renacimiento.
Durante siglos, Gernika fue el centro político y espiritual del pueblo vasco. Bajo el famoso Árbol de Gernika, los representantes de las distintas provincias juraban respetar los fueros vascos, un antiguo sistema de autogobierno. Aún hoy, ese roble —símbolo de libertad y tradición— sigue en pie junto a la Casa de Juntas, un elegante edificio neoclásico del siglo XIX donde se reúne el parlamento vizcaíno.
El Árbol de Gernika no es un único ejemplar, sino una saga de robles (Quercus robur) plantados uno tras otro a lo largo de los siglos, cada uno descendiente del anterior. El roble es un símbolo de continuidad, y en Gernika representa la permanencia de las libertades vascas, incluso frente a la destrucción y el paso del tiempo.
El árbol más antiguo conocido —el llamado árbol viejo— se cree que fue plantado hacia el siglo XIV. Murió en 1742, pero ya se había plantado otro a partir de una de sus bellotas. Desde entonces, se han sucedido varios:
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El árbol viejo (hasta 1742).
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El árbol hijo (1742–1860).
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El árbol nieto (1860–2004), que es el más recordado del siglo XX.
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Y el árbol actual, plantado en 2015, descendiente directo de los anteriores, que sigue creciendo junto a la Casa de Juntas.
Cerca del actual se conserva el tronco del árbol viejo, protegido bajo un templete de piedra, como un relicario histórico.
Así que, aunque el roble original murió hace siglos, el espíritu del Árbol de Gernika está muy vivo: es un símbolo de continuidad, de raíces que resisten. Cada nuevo árbol no reemplaza al anterior, sino que hereda su significado, recordando que la libertad, como la naturaleza, se renueva pero nunca muere.
Pero el nombre de Gernika está inevitablemente ligado a una de las páginas más dolorosas del siglo XX. El 26 de abril de 1937, durante la Guerra Civil española, la ciudad fue bombardeada por la Legión Cóndor alemana, aliada de Franco. En apenas unas horas, la mayor parte del pueblo fue destruida y centenares de civiles murieron. Ese ataque, dirigido contra una población indefensa, se convirtió en símbolo universal del horror de la guerra. La tragedia inspiró a Pablo Picasso su obra maestra, el “Guernica”, un mural en blanco y negro que denuncia el sufrimiento de los inocentes y que se ha convertido en un icono mundial de la paz.
Hoy, Gernika ha renacido como una ciudad viva y luminosa, donde la historia convive con la cultura. Pasear por sus calles es descubrir un lugar que ha sabido transformar el dolor en memoria: el Museo de la Paz, el Parque de los Pueblos de Europa con esculturas de Chillida y Henry Moore, y el propio Árbol de Gernika recuerdan que de las ruinas puede surgir la esperanza.
En Gernika, el silencio de la historia y el murmullo del viento entre las hojas del roble parecen decir lo mismo: la paz no se olvida, se construye cada día.
Tolosa, situada a orillas del río Oria, en el corazón de Gipuzkoa, es una de esas villas vascas que combinan historia, carácter y vida cotidiana con una elegancia discreta. Fue durante siglos capital del territorio y todavía conserva ese aire de ciudad importante, con palacios de piedra, puentes antiguos y plazas llenas de vida.
Fundada en 1256 por Alfonso X el Sabio, Tolosa creció como un centro comercial y administrativo, gracias a su posición estratégica entre el interior y la costa. Aún hoy se percibe ese dinamismo en su mercado semanal de los sábados, uno de los más célebres del País Vasco, donde productores locales llenan las plazas de colores, aromas y acentos vascos. Pasear por su casco histórico es recorrer siglos de historia.
El Arco de Tolosa, conocido también como el Portal de Castilla, es uno de los elementos más emblemáticos de la villa y una de sus puertas históricas de entrada. Se alza al final de la calle Mayor, marcando el acceso al casco antiguo desde el puente sobre el río Oria, como un umbral entre el pasado y el presente. Construido en el siglo XVIII, el arco formaba parte de la antigua muralla que protegía la ciudad cuando Tolosa era una villa amurallada. Con el tiempo, las murallas desaparecieron, pero el portal se mantuvo, convirtiéndose en símbolo de la identidad tolosarra. Su arquitectura, sobria y elegante, es de piedra arenisca, con un gran arco central de medio punto y un escudo monumental de la villa en su parte superior.
Durante siglos, por este arco entraban comerciantes, viajeros y ganaderos que llegaban desde Castilla —de ahí su nombre—, y era también el punto por donde se recibían a los invitados ilustres o se celebraban las procesiones y desfiles.
A la mitad de la calle Correo se alza el Palacio de Iturritza, un testigo silencioso de siglos pasados. Su fachada de piedra en sillería combinada con ladrillo rojo, fabricado en la antigua tejería municipal, le otorga un aire señorial pero a la vez auténticamente local. Sobre esta fachada descansan los escudos nobiliarios de Miguel Pérez de Mendiola y Magdalena de Unanue, los antiguos propietarios que, en 1612, cedieron el palacio a las monjas clarisas.
Durante más de cinco décadas, el edificio acogió a esta comunidad religiosa antes de que se trasladaran al Convento de Santa Clara, cruzando el puente de Navarra. Desde entonces, el palacio ha conservado su imponente presencia en la calle Korreo, una de las arterias más vivas del casco antiguo de Tolosa, donde la historia se mezcla con el ritmo cotidiano de la ciudad.
En el corazón de Tolosa, la Plaza de la Verdura sigue siendo un lugar donde la vida del pueblo se despliega entre puestos de frutas, verduras y productos locales. Pero lo que llama la atención del visitante moderno es su cubierta de cristal, que protege el mercado de la lluvia y el viento sin robarle un ápice de su luz natural. Al atravesar la plaza, uno puede sentir el calor del sol filtrándose suavemente a través de los paneles transparentes. Esta cubierta no solo es funcional: también es simbólica. Como un puente entre pasado y presente, respeta la arquitectura histórica de la plaza y sus edificios circundantes, mientras permite que la vida cotidiana continúe en plena armonía. El vidrio refleja los balcones antiguos y el cielo cambiante, creando un juego de luces que convierte cada visita en una experiencia casi poética. Así, la Plaza de la Verdura se mantiene como un espacio donde la tradición se encuentra con la modernidad, ofreciendo a vecinos y visitantes un lugar único donde la historia y la vida diaria se abrazan bajo un mismo techo transparente.
La fachada de la Iglesia de Santa María es un impresionante ejemplo de gótico tardío, con ciertos elementos renacentistas que se añadieron con el tiempo. Al mirarla, lo primero que atrae la atención son los arcos apuntados de sus portadas, decorados con delicadas molduras y motivos escultóricos que representan figuras religiosas y simbólicas, una verdadera lección de arte y devoción tallada en piedra. El pórtico principal destaca por su riqueza ornamental: columnas esculpidas, arquivoltas detalladas y relieves que cuentan historias bíblicas. Encima, los ventanales con tracería gótica permiten que la luz se filtre hacia el interior, creando un juego de luces que cambia a lo largo del día y confiere al templo una atmósfera casi mágica.
Al atravesar las robustas puertas de la Iglesia de Santa María, uno se encuentra inmerso en un espacio que combina solemnidad y elegancia en cada detalle. La luz entra suavemente a través de los ventanales góticos con tracería, tiñendo de colores el suelo y los bancos de madera, y creando un juego de sombras que cambia con el paso del día, como si la iglesia respirara junto con la ciudad.
El interior se abre en una nave amplia y alta, sostenida por columnas esbeltas que se elevan hacia las bóvedas de crucería, demostrando la maestría de los constructores que supieron unir funcionalidad y belleza. Los retablos, ricamente decorados con dorados, tallas y pinturas, son verdaderos tesoros que narran episodios bíblicos y la vida de los santos, capturando la atención tanto de fieles como de visitantes.
El altar mayor se erige como el corazón del templo, con un equilibrio perfecto entre solemnidad y detalle artístico, mientras que las capillas laterales invitan a la contemplación más íntima. Cada esquina, cada estatua y cada relieve reflejan siglos de devoción, paciencia y talento, haciendo que el espacio no solo sea un lugar de culto, sino también un museo vivo del arte sacro.
Pasear por el interior de la iglesia es una experiencia casi sensorial: el eco de los pasos, el susurro de oraciones y la luz filtrada a través del cristal crean una atmósfera de recogimiento y belleza que permanece en la memoria mucho después de salir al bullicio del casco antiguo de Tolosa.
Rodeada de montañas y bañada por el Oria, Tolosa es una villa que respira autenticidad. No busca deslumbrar, pero lo consigue: por su belleza serena, su historia bien contada y su manera de mantener viva la raíz vasca sin perder el paso del tiempo.














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