jueves, 3 de agosto de 2017

New York, New York (III)

Desde siempre ha sido una constante, una necesidad, una forma excéntrica de demostrar lo que vale una civilización. Grecia, Roma y Egipto, pasando por Londres y París, el poder económico y político de las naciones y de sus grandes capitales han sentido ese apetito por las obras de arte más representativas de la historia de la humanidad, por tenerlas, exhibirlas y alardear de ellas.


Y como no, Nueva York, la gran metrópolis del mundo, la ciudad que es símbolo del poderío de los Estados Unidos no podía, ni quería resistirse a tan poderosa tendencia y mucho menos aún cuando se elevó como salvadora del mundo tras la II Guerra Mundial. Era el momento de los grandes magnates mecenas del arte, que fueron más recientemente sustituidos por los emporios comerciales y financieros. Ellos se han encargado de mantener viva la llama del impulso de creación que traen a la ciudad todos los que buscan una manera de expresar lo que llevan en el alma, de compartirlo con el resto de ciudadanos del mundo que tarde o temprano tendrán que pasar por la Gran Manzana.


Uno de esos magnates, Salomon R. Guggenheim, compartía ese sueño creador, y se hizo con una colección muy valiosa de maestros contemporáneos atesorada a lo largo de los años por consejo de la baronesa Hilla Rebay von Ehrenwiesen. Posteriormente su sobrina la celebre veneciana honorifica Peggy Guggenheim aumentó considerablemente la colección de su tío hasta convertirla en una recopilación de valor incalculable.


Y claro, todo esto había que mostrarlo a un público capaz de admirar, comprender y valorar ese arte infravalorado que es el contemporáneo, así que decidieron levantar un museo en plena 5ª Avenida. Para ello encargaron en 1943 a mi arquitecto favorito, Frank Lloyd Wright un edificio que fuera una obra de arte en sí mismo, un prodigio de la escenografía que invitara a disfrutar de ese arte que atesora. Acabado en 1959 y concebido como un espacio circular en cuyo interior una rampa se convierte en el ondulado marco de las preciosas obras de arte, la luz cenital que inunda el espacio interior crea una atmósfera única en el mundo. Dentro encontramos a pintores de importancia vital para el arte mundial como Renoir, Manet, Gaugin, Cezanne, Monet o Picasso, "malditos" como Kandinsky, Juan Gris, Chagall o Kokoschka y otros menos reconocidos como Brancusi o Sugimoto.




Como el resto de los " Guggenheim" del planeta ( Las Vegas, Venecia, Berlín y Bilbao) el interés se centra no sólo en los fondos expuestos, sino en la obra de arte en sí.
Da la impresión de ser un ligero torbellino de espuma que girase sobre si mismo sin perder de vista su lugar dentro de la Gran Manzana.

Fifth Avenue Presbiterian Church
Esta pequeña gran joya que sale a nuestro paso en la 5ª Avenida, semiahogada entre los altísimos y arrogantes edificios de la " Milla de los Millonarios", es un ejemplo de la perseverancia y de la fe de un grupo de ciudadanos que decidieron honrar a su Dios en medio de toda la vanidad y el egocentrismo que parece reinar en esta luminosa pero fría arteria neoyorkina.





Construida en piedra arenisca roja de Nueva Jersey, no se ha movido de su lugar entre la Quinta Avenida y la calle 55 desde 1875. Es incluso anterior a muchos de sus vecinos históricos, como la Catedral de St Patrick (1878), la armería de Park Avenue (1880) y el Hotel Plaza (1907).


El lugar donde se levanta ahora, humilde pero orgullosa de sobrevivir entre tanto acero, hormigón y cristal, era un solar ubicado en un barrio residencial muy poco poblado, al sur de Central Park. Pero aún así, el famoso arquitecto George B. Post (quien diseñó el New York Stock Exchange y la mansión de Vanderbilt en la Quinta Avenida) lo designó como el emplazamiento ideal para el templo.




Pero el proyecto fue adjudicado a un poco conocido diseñador de edificios, el exiliado alemán de 37 años Carl Pfeiffer.
Pfeiffer introdujo grandes innovaciones en materia de construcción y tecnología como el sistema mediante el cual las salidas de madera instaladas debajo de los bancos permitían que el aire caliente ascendiera al Santuario en las mañanas de invierno provenientes de tuberías de vapor instaladas en el sótano. En los días cálidos, enormes bloques de hielo entraban a ese mismo sótano, desde donde entregados feligreses se encargaban de ventilar el aire que pasaba por ellos y ascendía hasta los acalorados parroquianos. Es curioso que hasta fechas tan recientes como el año 2003, el templo no tuviera aire acondicionado. Debían tener la mente más ocupada en cosas mas espirituales.





El interior del Santuario sigue estrictos preceptos reformistas protestantes, con énfasis en la palabra hablada, por lo que el púlpito es el punto focal del espacio, con el coro y órgano situados a un nivel superior y localizado por debajo de la mesa de comunión.
A diferencia de la mayoría de las iglesias góticas, el templo no tiene ningún ángulo recto. La inclinación del piso, los balcones superiores y la forma de colocación en abanico de los bancos hacen que la congregación centre su mirada en un sólo punto focal, el formado por el púlpito y el altar.






Por supuesto que hay una ausencia total de cruces, santos y toda la iconografía propia del cristianismo católico, reflejando una austeridad iconoclasta que prevalece entre los presbiterianos desde el siglo XIX.
Una torre de 87 metros de altura hizo que la iglesia fuera el edificio más alto de Manhattan en el momento de su consagración en 1875. La torre del reloj todavía emplea los mecanismos originales, cuyos muelles se enrollan a mano una vez por semana. Como dato poco frecuente, si nos fijamos bien, vemos que no hay ni campanas ni campanillas de carrillón. ¿Sería para no molestar a los estirados habitantes de la 5ª o para no hacer sombra a la Catedral de San Patricio? Pues no, la explicación es mas lógica, ya que cuando se terminó la iglesia, el Hospital de San Lucas estaba ubicado en lo que hoy es el Hotel Península, justo enfrente del templo y no se quería perturbar el descanso de los doloridos pacientes con el tañer de las campanas.
Aquí se casó Theodore Roosevelt Jr. con la asistencia de más de 1.000 invitados y tuvo lugar la grabación de la famosa Misa Gospel de Duke Ellington y su orquesta.
Les aconsejo que entren a la iglesia. Verán que vale la pena.

Museo Americano de Historia Natural.








Este museo que ya cumplió 145 años tuvo un comienzo de lo más discreto y humilde, ya que su única pieza de valor era un diente de mastodonte y unos mil escarabajos. Pero poco a poco, como todo lo bueno y todo lo que se merece reconocimiento, fue ganando terreno y fama, hasta el punto de que hoy en día cuenta con más de treinta millones de objetos, exposiciones interactivas y maravillosos dioramas de animales disecados y presentados en sus hábitats naturales que son un estupendo reclamo para todo amante de la Naturaleza.










El Museo es muy famoso por sus tres salas principales que dan cobijo a los grandes esqueletos y reproducciones de animales prehistóricos que han sido cuidadosamente restaurados y recolocados hace pocos años, añadiendo nueva información sobre el comportamiento de estos gigantescos animales.










Entre los tesoros y curiosidades de la colección del Museo, destacan el zafiro llamado "Star of India" en el Hall of Minerals and Gems y la enorme reproducción de una ballena que cuelga del techo del Hall of Ocean Life. Por otro lado las grandes salas del Hall of Biodiversity nos sumergen en los diferentes hábitats de la Tierra en un intento por hacernos recordar cómo era nuestro planeta y cómo lo hemos ido cambiando.










Una experiencia diferente la constituye el Rose Center for Earth and Space, un planetarium que proyecta en 3D, sobre una enorme bola de vidrio una fascinante recreación de la teoría del Big Bang que nos explica cómo se originó el Universo. El espacio que lo rodea en forma de rampa helicoidal nos habla, con reproducciones de los planetas, restos de asteroides y rocas, de la inmensidad que rodea al pequeño planeta Tierra.
















Caminando por el museo vemos todo tipo de animales disecados, hábitats del mundo, civilizaciones que perduran o han desaparecido, máscaras ceremoniales, exposiciones temporales con arañas vivas como protagonistas u otras que hablan sobre el poder del veneno y sus usos a lo largo de la historia, enormes fósiles y diminutos insectos...El catálogo de pequeñas y grandes joyas es interminable.






Aunque si me preguntan qué fue el recuerdo que con más fuerza se grabó en mi retina o en mi memoria, debo decir que sin duda fue el gran vestíbulo al que bautizaron como Theodore Roosevelt Memorial, con sus grandes esqueletos de dinosaurios, los dioramas de finales del XIX con unas reproducciones perfectas de los hábitats animales y vegetales, y como no, las salas donde podemos indagar sobre aspectos menos conocidos de las culturas africanas y sudamericanas.





















Un lugar donde aprender que no somos seres individuales, sino que dependemos unos de otros para nuestra supervivencia. Así ha sido desde hace millones de años y así debe seguir siéndolo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario