domingo, 5 de agosto de 2018

Irlanda, la fascinante isla esmeralda (V)

Continuamos recorriendo el noroeste de la isla, parando en el cementerio megalítico de Carrowmore.

Yo no diría que este cementerio sea una visita imprescindible, a menos que te guste muchísimo la historia, sobre todo esa parte menos espectacular que no habla de grandes catedrales ni castillos, sino de piedras colocadas de manera que se nos antoja caprichosa pero que tiene un significado y un simbolismo que realmente se nos escapa de las manos.
Por eso decidimos darle una oportunidad a ese gigantesco camposanto que se encuentra muy cerca de Sligo, encajado entre tierras de labranza y grandes extensiones de pasto y vacas. Importante si que es, como digo, para los amantes de la historia más remota, ya que es el cementerio de la Edad de Piedra más grande de Irlanda, con más de 50 tumbas en su origen ( hoy solo 30 ya que el resto fue destruida por el desconocimiento de los propietarios del terreno que las arrasaron para ampliar las tierras de cultivo) de todo tipo, distribuidas en 1 kilómetro cuadrado de campo abierto, una de las cuales se remonta al 4.800 antes de Cristo.



Antes de pasar a investigar los enterramientos, es necesario pasar por caja, ubicada en una pequeña construcción que hace las veces de museo del sitio arqueológico. Tienen a disposición de los visitantes una hoja informativa de ruta forrada en plástico en varios idiomas, entre ellos el español que es muy de agradecer. Recomiendo echar un vistazo rápido a la exposición, ya que nos proporciona una idea global y reconstruida de lo que fue el cementerio en sus tiempos de esplendor hace milenios.




Luego, pasamos a campo abierto, sorteando vacas y ovejas y acercándonos a los túmulos funerarios, algunos distinguibles a simple vista desde lejos por su tamaño, y otros que se ven a duras penas, ya que son pequeños montículos semienterrados que en su momento albergaron huesos humanos quemados, resultado de las piras funerarias en las que ardieron los cuerpos de decenas de personas.




Quizá lo más espectacular sea la tumba central, a la que se accede por un pasadizo que desemboca en una plazoleta rodeada por muros de piedra y que consiste en varias lajas de gran tamaño que soportan a otra de gran tamaño que hace las veces de techo.
Al otro lado de la carretera que parte el cementerio en dos, otro campo de menor tamaño con túmulos un poco más fotogénicos pero más mimetizados con las granjas, las cercas y los caballos, acaban de darnos el remate final a esta visita.


Podemos tomarlo como un paseo por la historia, sin olvidar que estamos en un terreno sagrado, donde una vez descansaron las almas de gente que vivió muy atrás en el tiempo.

Achill Island,el lejano oeste
Continuando nuestra ruta circular y con una siempre cambiante meteorología, aparece ante nosotros la península de Curraun y el punto que quizá sea más destacado, la isla de Achill.
Achill está unida al continente por un puente en Achill Sound, un pequeño fiordo que la delimita por un lado, ya que unos gigantescos acantilados que pasan por ser los más altos y espectaculares de Europa la cierran por el resto de sus límites.


La isla está salpicada de pequeños pueblos y playas adornadas por la bandera azul europea, ya que sus calas están protegidas por arrecifes que las hacen aptas para el baño y nada peligrosas ( si es que alguien se atreve a meter un dedo del pie siquiera en las gélidas aguas del océano Atlántico Norte).



El extremo occidental de la isla está dominado por la majestuosa montaña Croaghaun de 668 metros, que vigila las actividades de todos aquellos visitantes que acuden a la isla a practicar pesca, buceo, golf, arqueología y otras actividades al aire libre.

Su profunda tranquilidad y silencio la convirtieron en el retiro favorito de artistas y fotógrafos, que se inspiraron durante su estancia en el contraste llano de las tierras bajas opuesto a los acantilados cortados a cuchillo que surgen como gigantes desde el fondo del mar.



Si no estamos cansados después de visitar anteriores sitios arqueológicos siempre podremos visitar varios puntos que nos ofrecen la parte histórica de esta preciosa y muy alejada península del oeste de Irlanda.

Abadía de Sligo, un laberinto con mucha historia
La pequeña ciudad de Sligo, de calles estrechas y coloridas, llenas de restaurantes y tiendas, es poco más que una ciudad de paso, por lo menos hoy en día, ya que en el pasado fue lugar de peregrinación y recogimiento de multitud de religiosos y devotos que acudían a la impresionante abadía de Sligo.

Por eso, sólo nos detuvimos, como la mayoría de los visitantes, para conocer la historia que nos regalan sus piedras.



Azotada por varios incendios que redujeron a cenizas anteriores asentamientos religiosos, la actual semiruina se construyó a mediados del siglo XIII y hasta la llegada de los ingleses en el siglo XVII que la destruyeron casi por completo junto con el resto de la ciudad, estuvo funcionando a pleno rendimiento religioso y cultural.



Tras pasar por la recepción que de nuevo cuenta con un folleto informativo muy completo en castellano, vamos recorriendo cada una de las dependencias del antiguo monasterio e iglesia en un viaje al pasado en el que no hace falta esforzar la imaginación para tener una idea muy clara de lo que en sus tiempos tuvo que ser este cenobio irlandés.



Enormes paredes que se resisten a caer, ayudadas por el constante cuidado de la OPW (Oficina de Trabajos Públicos), preciosas piezas de ornamentación escultórica, nichos sepulcrales y sobre todo un precioso claustro que se conserva perfectamente y que constituye el corazón de la abadía nos van metiendo de lleno en un lugar que también tiene sus leyendas.
Como la que nos lleva a buscar en el suelo de uno de los pasadizos cerca de los claustros una losa de tumba con el nombre "James".



Nadie parece saber quién era James, pero saben que la losa fue mandada a colocar por su madre. Lo curioso es que sólo queda eso, su nombre, porque el resto de la inscripción que recogía sus datos fue borrada a golpes de cincel. Los lugareños creen que James debió haber sido un personajes de cierta importancia que cayó en la desgracia y perdió el favor de algún señor del lugar, que inmediatamente después de su muerte quiso que desapareciera totalmente de los registros de la historia.



Otro hecho curioso lo encontramos en el centro de visitantes. Expuesto a todo el que quiera verlo, contiene una copia de un documento poco conocido, el diario de Charlotte Thornley, madre de Bram Stoker, autor de la archiconocida novela "Drácula".



Los dos vivían en la ciudad de Sligo durante la epidemia de cólera de 1832. En el diario, Charlotte describe la situación desesperada en la que "los vivos luchaban para enterrar a los muertos" ya que las víctimas eran tan numerosas que había que dar sepultura a los cadáveres amontonándolos unos encima de otros hasta formar pilas de hasta 10 cuerpos en un mismo hoyo e incluso llegó un momento en el que por falta de sitio en tierra sagrada las víctimas se acumularon en el espacio del altar mayor de tal manera que era imposible entrar a la iglesia sin pisarlos.


Leyendas, piedras centenarias y sobre todo un lugar encantador y al mismo tiempo sobrecogedor. Imprescindible.
Westport, la tranquilidad del oeste
Elegante y pintoresca, esta ciudad el oeste de Irlanda conserva todo el sabor de una pequeña urbe que ha sabido evolucionar con el paso del tiempo sin perder ni un ápice de su historia. Famosa por ser un destacado puerto pesquero que abastece al condado en el que se enclava, aprovecha su cercanía al mar para organizar conocidos encuentros de vela y ser uno de los puntos de veraneo más conocidos y apreciados por los irlandeses.

Regada y adornada por el río Carrowbeg, que brilla con destellos de plata bajo los antiguos puentes de la ciudad, ésta se nos presenta perfectamente ordenada y confluyente en un solo punto, el Octagon, una plazuela de modesto tamaño y que como su nombre indica forma un octágono perfecto, marcado en el centro por una alta columna que culmina en una estatua de San Patricio que es muy reciente ya que data de 1990. Ocupa el lugar de una anterior que recordaba a George Clendining, un prominente hombre de negocios que fue gran benefactor de la ciudad.


El contraste en Westport está asegurado, ya que a apenas un kilómetro del centro de la ciudad, tan clásico y colorido encontramos el muelle que resguarda la flota pesquera de los embates del Atlántico, y vale la pena acercarse a ese punto para tener una idea del paisaje económico y natural que conserva la ciudad.




Como final del paseo, me gustaría puntualizar que esta pequeña urbe tiene unos comercios realmente bonitos e interesantes, que ya luego no encontraríamos en el resto de nuestra ruta circular por la isla, así que si vemos algo que realmente nos guste no dejemos de comprarlo, ya que como por arte de magia ya no aparecerá más ante nuestros ojos. No dejemos la ciudad sin probar uno de los maravillosos y sabrosos helados de Mc Greevy's, concretamente el "99", ganador del premio nacional al mejor helado de Irlanda.

Mirador de Leenaun, la vista del fiordo
Leenane es un lugar de contrastes. Situado en uno de los extremos del increíble fiordo de Killary, un tajo de tierra y mar de casi 16 kilómetros de longitud y escondido entre las hermosas montañas que hacen de frontera para el condado de Mayo, es casi tan antigua como la Humanidad, ya que los arqueólogos han encontrado pruebas suficientes para demostrar que desde la prehistoria el lugar fue elegido por el hombre por esa extraña pero fascinante mezcla entre mar y montaña.

Pero no sólo atrajo a los primeros habitantes de Irlanda, sino que más recientemente su belleza magnética atrapó a artistas, deportistas, geólogos y aventureros que se vieron atrapados por el verde intenso de las colinas en verano, los naranjas y rojos de las montañas en otoño, la pizarra azul de los mares en invierno y según dicen una de las primaveras más suaves y hermosas de Irlanda.

Los contrabandistas también se enamoraron del fiordo y de la ciudad, y tras ellos llegó la flota de submarinos y barcos que encontraron aquí su refugio durante las dos guerras que azotaron Europa a principios del siglo XX.

Hoy, la pequeña ciudad que no es más que un puñado de casas a los lados de la carretera que une el puente de Leenaun, se considera uno de los más atractivos pueblos turísticos del oeste de Irlanda, y está prácticamente dedicado al turismo, con una aceptable variedad de B&B, un par de restaurantes donde sirven el famoso salmón de la zona y una factoría de lana-cafetería-tienda de recuerdos que es un imán ( no por sus precios) para todo visitante que se detenga antes del puente.

Desde él las vistas del fiordo son realmente fascinantes, a pie de agua, al mismo nivel desde que debieron verlo los tripulantes de los submarinos y aquellos hombres primitivos que encontraron en sus márgenes el sitio perfecto para establecerse y vivir.
Abadía de Kylemore, al borde del lago
Aquellas monjas benedictinas que huyeron de Bélgica tras la pavorosa destrucción de su ciudad en la Primera Guerra Mundial, no podían imaginar que la enorme y elegante mansión que habían tenido la suerte de ocupar, se convertiría en una de las postales más famosas de Irlanda.

El castillo, construido en el siglo XIX por Mitchell Henry, fue vendido a los duques de Manchester y de ellos pasó a la comunidad de monjas que finalmente la transformaron en abadía y por ende en colegio femenino. Su historia como tal duró desde 1920 hasta 2010, siendo durante 90 años un referente europeo en lo que a educación religiosa se refiere.
Esto en cuanto a la historia pura y dura, pero más que en ella, me gustaría centrarme en la belleza estática del lugar y sobre todo en sus leyendas, ya que el tema del precio mejor no tocarlo, por lo prohibitivo.

Por eso decidimos pasear por los alrededores y empaparnos del misterio y el encanto que rodeaban el lugar, salpicado de lagos, montañas y pantanos que le dan una sensación de aislamiento espléndido.
Fue la belleza al tiempo salvaje y ordenada, la que movió al señor Henry a levantar el castillo de Kylemore después de heredar una cuantiosa fortuna familiar y decidir que era allí donde quería pasar el resto de sus vida, junto a su esposa.
Pero no sabían que ese terrenito de apenas 15.000 hectáreas, les venía de serie con varias leyendas.
Como la que cuenta que dos gigantes se enfrentaron en el valle y empezaron a lanzarse piedras. Una de ellas aterrizó en la finca que hoy ocupa la abadía y es famosa porque si apoyas la espalda en ella y lanzas un guijarro hacia atrás se cumplirá el deseo que pidas. O la que narra que un hermoso caballo blanco como la nieve surge del lago cada siete años y cabalga sobre la agitada superficie del agua.

Lo más difícil es encontrar la gran losa que supuestamente mantiene el cuerpo de un gigante atrapado bajo tierra y que en vida devoraba toda res o caballo que encontraba en el valle.
Leyendas aparte, tan sólo por la belleza del lugar y el reflejo de la abadía en el lago, merece la pena acercarse hasta este apartado rincón de Connemara y disfrutar de los encantos que nos ofrece.
Aughnanure Castle, la torre solitaria
He decidido llamar torre a este rincón, y no castillo, porque realmente de la fortificación que en su día fue, prácticamente nada queda, aparte de algún lienzo de muralla y un par de torretas de vigilancia.

Lo que sí que permanece, casi igual de imponente y fuerte que en sus primeros días es la torre, que junto a casi otras doscientas en mejor o peor estado de conservación, conforman el completo legado medieval del condado de Galway.



Estas torres-residencia eran lugares de poder y control sobre las tierras circundantes, de manera que el señor de estos territorios podía gobernarlos y recibir sus tributos con un ojo, mientras que con el otro vigilaba a sus muchos enemigos que, en continuas guerrillas territoriales, amenazaban continuamente su estabilidad señorial.



Situado a orillas del río Drimneed, el sitio estaba bien elegido, ya que el río fluye suavemente por debajo del acantilado bajo el que se construyó el castillo, permitiendo que los barcos llevaran suministros hasta la fortificación. Esto hizo que las constantes trifulcas entre las familias terratenientes del condado fueran el pan de cada día durante siglos.



Al margen de la historia de sus propietarios y los que quisieron serlo, la torre nos muestra el escenario desde donde se controlaba la economía y la sociedad del condado, aunque al entrar nos decepcione un poco la vacuidad de las grandes estancias que dividen la torre en 6 pisos. Por ello en el interior poco hay para ver, aparte de las grandes chimeneas encastradas en la pared y paneles que dan una idea de cómo era la vida de sus habitantes y vasallos.

Un tejo centenario nos despide de esta torre impresionante que aún hoy sigue presidiendo las tierras del condado de Galway.

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