domingo, 7 de febrero de 2021

Asturias, el Paraíso de los Sentidos (VII)

 Hacemos una pequeña parada en Pravia para almorzar y visitar un punto fundamental en la historia de la población, el Parque de Sabino Moutas. Los monumentales edificios que componen este espacio de la ciudad que fuera capital del Reino de Asturias en el siglo VIII, están relacionados con el poder eclesiástico y político de la región. 

Lo primero que llama nuestra atención es la blanca escultura del Rey Silo. Fue este monarca el que trasladó la corte de Cangas de Onís a Pravia, desde donde gobernaría entre los años 774 a 783. Su sangre no era real, aunque si noble, y además gallego, con algunas gotas de esencia árabe, lo que permitió que la paz con los musulmanes fuera duradera y firme. Se casó con la nieta de Don Pelayo, lo que le condujo directamente al trono astur.

Fue el ilustre Fernando Arango Queipo, obispo de Tuy y nacido en Pravia , el que con la idea de levantar "un palacio para Dios y otro para mi familia", adquirió los terrenos llamados "de las Huertas del Campo", que en aquellos tiempos se encontraban extramuros, para levantar el conjunto monumental que admiramos hoy.
Muy piadoso era el hombre, si, pero lo primero en construir fue el Palacio de su familia, un austero edificio que se levantó en 1715. El conocido como Palacio de Moutas, frio por fuera pero con el lujo que correspondía a la nobleza por dentro, se distribuye alrededor de un patio de columnas que distribuye las ricas estancias que aún hoy conservan el mobiliario original.

Los siguiente era confirmar su promesa, y por ello, contigua a su residencia familiar, fue edificada la Colegiata de Santa María la Mayor en 1721. El templo es conocido por su magnífico retablo barroco, un precioso Via Crucis y por supuesto el órgano barroco que sólo suena en especiales ocasiones.

Como colofón, también ordenó levantar las llamadas Casas de los Canónigos, viviendas destinadas a hogar de los capellanes de la Colegiata, que tras varias reformas se han adaptado a la vida moderna, perdiendo su carácter original para transformarse en viviendas civiles.

Nos vamos ahora a Luarca.

Esta villa marinera, situada en la desembocadura del rio Negro, tiene uno de los puertos más pintorescos de todo el litoral asturiano, que parece girar siguiendo el curso del río mientras que colgadas de las laderas, viviendas y faros observan el calmado fluir de las aguas.


Sin desmerecer los numerosos encantos de la villa, decidimos visitar el llamado barrio de la Atalaya con unas impresionantes vistas del litoral y algunas curiosidades que nos enamoraron e intrigaron a partes iguales.
Desde lo alto de un monte con forma de península y entre el puerto y una cala que sólo es accesible desde el mar, la Atalaya nos ofrece unas vistas impresionantes de la costa asturiana. Desde la Punta del Argumoso...


Pasando por el muelle y sus playas...


Hasta la Punta Enguilo.


Pero la Atalaya es famosa por tener el cementerio más hermoso y con mejores vistas de toda Asturias, y si me apuran de toda España.


No en vano, este camposanto, situado en la ladera izquierda de la Atalaya estuvo entre los diez más bonitos de España en 2017, ya que tiene ese toque de melancolía romántica y al mismo tiempo ofrece unas vistas de la costa difíciles de igualar.


Su historia se remonta al año 1849, cuando se produce el primer enterramiento, una sencilla sepultura marcada en piedra de pizarra. A partir de esa fecha todo los valdesanos anhelan que sus huesos descansen para siempre mirando al Cantábrico y en la tierra que los vio vivir o al menos nacer, ya que muchas de ellas son de ricos indianos que regresaron a Luarca para pasar sus últimos días.


El arte se conjuga entonces con la muerte y surgen panteones que compiten en belleza según los cánones artísticos de su época, por lo que el Modernismo, el Art Decó y el Eclecticismo, se unen en este pequeño espacio conformando un museo arquitectónico que relaja esa sensación fúnebre que temen muchos de los visitantes que traspasan sus muros.


Muchos son los personajes que fueron reconocidos en vida y hoy reposan aquí,  como el escritor Jesús Evaristo Casariego, la poetisa Nené Losada o el cineasta Gil Parrondo.


Pero sin duda, mientras se admira el conjunto y el detalle de las tumbas, nuestra mirada intenta encontrar una sepultura en concreto. Para ello no debemos fijarnos en ningún pretencioso panteón, sino en una sencilla tumba marcada con una cruz que marca el lugar.
En ella descansa el Premio Nobel Severo Ochoa de Albornoz y su esposa Carmen García, que tal y como reza la lápida que la encabeza, estuvieron unidos en vida por el amor y en la eternidad por la muerte.


Salimos del camposanto y a unos metros encontramos la Ermita de Nuestra Señora la Blanca.
Escoltada por un vía crucis conformado por cruces de hormigón, se levanta en el lugar que ya ocupaba otra capilla desde el siglo XIII. La actual data de finales del XVIII y alberga en su interior dos imagen de gran devoción por parte de los luarqueses, la Virgen de la Blanca y el Nazareno.

La imagen del Nazareno es una preciosa obra barroca que resalta en un  retablo dorado que sorprende porque no esperamos encontrarlo en una iglesia tan pequeña y sencilla. Su momento de mayor gloria es el Jueves Santo, cuando sale desde la capilla de Santa Eulalia y hace su camino de regreso hasta su hogar en la Atalaya.


Por otro lado la Virgen de la Blanca se encuentra guardada en otro más sencillo, en oscura madera que resalta la belleza de sus rasgos. Cuenta la tradición, que la imagen fue encontrada en una cueva bajo la Atalaya y que la trajo el mar desde Inglaterra cuando la nación pasó de ser de católica a protestante.

A dos pasos de la Ermita encontramos el faro, una construcción de unos diez metros de altura que emite una luz que puede verse hasta 20 millas distancia. Aquí está desde 1862, ya que anteriormente era la torre de la iglesia la que avisaba a los barcos de la cercanía de la costa mediante una gran lámpara de aceite.

Deshacemos el camino y dejamos atrás de nuevo el cementerio, para acercarnos a la conocida como Mesa de los Mareantes.


Durante ocho siglos, este pequeño rincón de la Atalaya sirvió como lugar de reunión de los habitantes de Luarca, casi todos ellos dedicados a la marinería y a la pesca, y que conformaban el puerto más importante del occidente asturiano.

Conocida como "La Villa Blanca de la Costa Verde", Luarca creció y se desarrolló en torno a su puerto, que llegó a ser en sus mejores momentos el tercero de Asturias, tras Gijón y Avilés. Este pequeño pero interesantísimo rincón recuerda a todos aquellos que lo hicieron posible, y que unidos como un sólo hombre formaban el "Nobilísimo Gremio de Mareantes y Navegantes de la Pobla de Luarca"

Tras algunos años de abandono por la emigración, en los años 50 del pasado siglo se inició su rehabilitación, empezando por la mesa de piedra y continuando por el tramo que vemos de muralla, donde se instalaron unos paneles de cerámica talaverana.
En la mesa se celebraban las reuniones del Gremio, que regulaba todas las actividades relacionadas con la pesca y se aseguraba que todos sus miembros tuvieran lo necesario para vivir una vida digna, incluyendo la asistencia médica. Cuando se rehabilitó el espacio, se añadió un cañón de la antigua batería defensiva y un ancla, como refuerzo de la unión de la tierra con el mar.
En cuanto a los paneles, 14 para ser exactos, fueron elaborados en cerámica de Talavera policromada.
Basados en acuarelas del pintor Gerardo Ortíz, narran capítulos de la tradición marinera de Luarca, y en ellos podemos ver escenas históricas y legendarias como la defensa frente al ataque normando del año 842, la guerra de Independencia de 1809, la caza de ballenas o la aparición de la Virgen de la Blanca.

Dejamos atrás la villa para continuar camino hacia el interior, con destino a Taramundi.

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