jueves, 26 de junio de 2025

Madagascar. Una isla de leyenda, un mundo aparte ( y VI) Morondava y la Avenida de los Baobabs

Partir de Bekopaka, el pequeño pueblo a orillas del río Manambolo, es como dejar atrás un rincón perdido en el tiempo. Tras las maravillas del Tsingy de Bemaraha, el viaje hacia Morondava comienza al alba, cuando el sol aún se estira sobre la sabana malgache. El camino no es sencillo. La ruta es de tierra, a menudo irregular, cruzada por baches, piedras y tramos en los que el 4x4 parece bailar entre nubes de polvo rojizo. Se atraviesan pequeños pueblos, donde los niños saludan con sonrisas enormes y los mercados muestran frutas exóticas, telas de colores y el ritmo pausado de la vida rural.




En varias ocasiones nuestro vehículo debe detenerse, por la ley del camino, a auxiliar a otros que han quedado atrapados en los grandes charcos que se forman tras las lluvias.



Uno de los momentos más pintorescos es volver a cruzar el río Tsiribihina, donde una barcaza de madera —casi mágica en su fragilidad— transporta vehículos y pasajeros sobre las aguas tranquilas. Aquí, el tiempo parece detenerse.




A medida que se avanza hacia el sur, el paisaje va cambiando: baobabs solitarios comienzan a aparecer, erguidos como guardianes silenciosos del camino.



Morondava es una ciudad donde el mar tiene un papel protagonista. Su costa se extiende en una mezcla de playas tranquilas y manglares que se funden con el océano Índico. A lo largo del día, el mar cambia de color según la luz: por la mañana, sus aguas son un azul claro, casi transparente, que deja entrever el fondo arenoso y las pequeñas conchas. Por la tarde, se vuelve más profundo, reflejando el cielo y creando un contraste con la arena dorada que caracteriza la costa.


La marea juega un papel clave aquí. En bajamar, grandes extensiones de arena quedan al descubierto, revelando charcos y canales donde la vida marina se concentra. Es común ver a los pescadores locales aprovechando estos momentos para capturar langostinos o cangrejos, que luego venden en el mercado o cocinan al momento. La pesca artesanal sigue siendo la forma principal de vida vinculada al mar para la gente de Morondava. Los barcos tradicionales, con velas coloridas y estructuras de madera, navegan cerca de la costa. Al anochecer, vuelven cargados de pescado fresco, y es cuando el mercado cobra vida con aromas a mar, especias y fuego.






Aunque no es un destino famoso por un turismo de playa masivo, Morondava ofrece una costa auténtica, donde el mar no solo es un paisaje sino una forma de vida. Quien se acerque aquí puede sentir esa conexión directa con el océano, los ciclos naturales y la cultura local que depende de sus aguas. Y aprovechando esa riqueza de frutos del mar, acudimos a almorzar a un restaurante donde disfrutamos de las delicias de la costa malgache.



Llegar a la Avenida de los Baobabs es una experiencia que sientes casi como si descubrieras un lugar secreto. Situado a unos 20 minutos en coche o moto desde Morondava, el camino ya prepara el ánimo: una carretera de tierra rojiza flanqueada por campos abiertos, con la silueta de los enormes baobabs asomando a lo lejos.

Cuando empiezas a verlos de cerca, la primera impresión es su tamaño impresionante. Estos árboles, que pueden medir hasta 30 metros de altura y tener troncos de varios metros de diámetro, parecen sacados de otro planeta. Algunos tienen más de 800 años, y su longevidad está ligada a su capacidad para almacenar grandes cantidades de agua en sus troncos, una adaptación vital en la temporada seca de Madagascar.





Las ramas, que parecen raíces al revés, se extienden hacia el cielo de forma peculiar, dándoles una apariencia única y casi surrealista. Por eso a menudo se les llama “árboles botella”, ya que su forma recuerda a este objeto. Además, estos baobabs son vitales para la comunidad local: sus frutos comestibles, ricos en vitamina C, son usados en la alimentación y la medicina tradicional.

La luz del atardecer es el mejor momento para visitarlos. El sol baja y pinta el paisaje con tonos dorados y anaranjados, y los baobabs se recortan contra el cielo con una presencia casi majestuosa. Caminar entre ellos es sentir el peso de la historia y la naturaleza, un silencio profundo solo interrumpido por el viento o el canto lejano de algún pájaro.







Es común ver algunos locales cerca, quizás vendiendo artesanías o simplemente descansando bajo la sombra. La atmósfera es tranquila y respetuosa; la Avenida de los Baobabs no es solo un lugar para tomar fotos, sino un espacio para conectar con un paisaje ancestral que ha sobrevivido a siglos de cambios.



Al despedirte, mientras el cielo se tiñe de colores cálidos y el aire se enfría, queda esa sensación de haber visitado algo único, un símbolo natural de Madagascar que deja huella en quien lo contempla.
Al despedirme de Madagascar, llevo conmigo algo más que recuerdos: una nueva forma de ver el mundo. Desde los lémures que me observaron curiosos entre los árboles hasta los paisajes que parecían salidos de otro planeta, cada momento fue una mezcla de asombro y descubrimiento. Las sonrisas de su gente, la fuerza de su naturaleza y la calma de sus playas me enseñaron que hay lugares donde el tiempo se mueve distinto, donde lo esencial se siente más cerca. Madagascar no fue solo un destino, fue una experiencia que dejó huella. Y sé que, de alguna forma, nunca terminaré de irme del todo.

Misaotra betsaka, Madagasikara. Hany ka tsy ho adiniko ianao. Mandrapihaona!

domingo, 22 de junio de 2025

Madagascar. Una isla de leyenda, un mundo aparte (V)El río Manambolo y el Tsingy de Bemaraha

 El sol apenas ha comenzado a levantar la bruma matinal sobre las aguas tranquilas del Tsiribihina. En el pequeño embarcadero de Tsimafana, un puñado de viajeros y barqueros se preparan para la travesía. El aire es húmedo y cargado con el olor terroso del río y la vegetación cercana. El murmullo de las palmas y los cantos de las aves crean una atmósfera casi sagrada.


Las piraguas, algunas a motor y otras tradicionales, esperan en la orilla. Los barqueros, expertos en estas aguas, cargan víveres, mochilas, bidones de agua, y a veces incluso ganado pequeño. Todo se asegura con cuidado: el río Tsiribihina, aunque sereno a simple vista, puede tener corrientes inesperadas.



Al zarpar, la barca se desliza con suavidad sobre el agua. El embarcadero se aleja lentamente, revelando un paisaje de márgenes verdes y acantilados ocre a lo lejos. Monos de cola larga saltan entre los árboles, y algún que otro cocodrilo asoma su hocico más adelante, inmóvil en la superficie. El canto de los lémures se mezcla con el chapoteo del agua contra la canoa.


Los viajeros observan en silencio, con la certeza de que están cruzando no solo un río, sino un umbral hacia un Madagascar más profundo y ancestral. Al llegar al otro lado, el embarcadero siguiente no siempre es evidente; a veces es solo una orilla de arena, otras una pequeña aldea donde los niños corren a recibir a los forasteros con sonrisas tímidas y curiosas.



Al día siguiente, la canoa nos espera en la orilla del Manambolo, un río ancho y tranquilo que serpentea al pie de los famosos Tsingy de Bemaraha. El aire es fresco y el silencio se impone, roto solo por el leve roce de la barca contra el agua y el canto lejano de los pájaros.



Las orillas están flanqueadas por altos acantilados de piedra caliza, erosionados por siglos de viento y lluvia. Las paredes verticales del cañón se elevan decenas de metros por encima de nuestras cabezas, cubiertas por líquenes, musgos, y alguna que otra planta colgante que parece brotar de la roca misma.




 A medida que avanzamos, el río se vuelve más estrecho y sombrío. El agua es de un oscuro marrón, cargada de sedimentos.






El guía nos señala una abertura: una cueva. Entramos. Dentro, el frescor aumenta. Las estalactitas cuelgan como colmillos del techo, y en las paredes, dibujos antiguos de los Vazimba —los primeros habitantes de la isla— nos observan como testigos mudos de otro tiempo. Algunos dicen que sus espíritus aún habitan estas tierras.








Al salir de la cueva, la luz del sol nos ciega por un instante. La barca sigue deslizándose.


Mientras la barca avanza lentamente entre los acantilados de piedra caliza, el guía nos pide que bajemos la voz. No por el eco o por respeto al silencio natural del lugar, sino porque estamos entrando en tierra sagrada. Alzamos la vista y, allí, suspendidas a varios metros del suelo, aparecen las tumbas. Son pequeñas cavidades abiertas en la roca, algunas cubiertas por maderas cruzadas o tejidos deshilachados por el tiempo. En otras, apenas se distinguen los restos de ataúdes antiguos, deshechos por la intemperie, ocultos entre sombras y líquenes.

Estas son tumbas Vazimba, nos dice nuestro guía Tsory en voz baja. Los Vazimba fueron —según la tradición oral— los primeros habitantes de Madagascar, considerados por muchos como espíritus primordiales. Enterrarlos en los acantilados no era sólo una cuestión práctica, sino espiritual: cuanto más alto se depositaban los restos, más cerca del cielo estaban las almas. Más allá del misterio, hay algo profundamente conmovedor en estas tumbas. No están ocultas: están expuestas, enfrentadas al viento, a la lluvia, al sol ardiente. Es como si la muerte no se escondiera, sino que formara parte del paisaje. Los vivos navegan por el río, los muertos los miran desde lo alto.

La barca se aleja. Las tumbas van quedando atrás, diminutas sobre las paredes del cañón. Pero la sensación de haber estado bajo la mirada de los ancestros persiste, silenciosa y poderosa, como la corriente del río. Los niños de la aldea  juegan en la orilla, saludándonos con entusiasmo. Sus voces resuenan con alegría, devolviéndonos a la realidad después de lo que parecía un viaje místico. El paseo termina cerca de una playa fluvial, donde algunas canoas reposan al sol. Nos bajamos con cierta reverencia, como si hubiéramos cruzado no solo un río, sino un umbral hacia el corazón más profundo de Madagascar.




El aire ya empieza a calentarse cuando nos montamos en el todoterreno. El polvo rojo se levanta detrás del vehículo como una estela, y el rumor del motor se mezcla con el canto de las cigarras. El camino hacia los Tsingy no es fácil, pero cada bache parece parte del rito de paso hacia algo que no pertenece del todo a este mundo.

Después de más de una hora de sacudidas, llegamos a la entrada del parque. Un cartel de madera, medio comido por el sol y el tiempo, nos da la bienvenida. Más allá, se extiende un laberinto de piedra: el Tsingy de Bemaraha. En malgache, "tsingy" significa "donde no se puede caminar descalzo", y bastan unos pasos para entender por qué.













Subimos por grietas tan estrechas que el cuerpo tiene que inclinarse, retorcerse, aceptar la piedra como compañera. De repente, el sendero se abre a una pasarela suspendida. Abajo, decenas de metros de pinchos de piedra se clavan en la selva como los dientes de un titán. Cada paso es una mezcla de vértigo y asombro. Frente a nosotros, las agujas de caliza se alzan como una ciudad prehistórica petrificada. No son simples rocas: son cuchillas afiladas, altísimas, grises y azuladas, esculpidas por milenios de lluvia, viento y paciencia. El guía —serio, casi reverente— nos da arneses y cascos. Aquí no se camina: se escala, se gatea, se cuelga de puentes de cuerda sobre abismos que cortan la respiración.














En lo alto, el mundo cambia. La vista se extiende hasta donde la mirada alcanza, un mar de agujas que parecen olas congeladas. Aquí y allá, crecen pequeños árboles, torcidos por el viento, aferrados a la piedra con raíces imposibles. 

Lo que parece un laberinto de agujas es, en realidad, un vasto sistema kárstico: formaciones creadas durante millones de años por la acción del agua de lluvia ligeramente ácida sobre la piedra caliza. El resultado es un relieve que parece salido de una novela de ciencia ficción. Algunos pináculos alcanzan los 50 metros de altura, intercalados con grietas profundas, cavernas, puentes naturales y túneles subterráneos. Geológicamente, este lugar es una reliquia viva. Parte de su estructura se remonta al Jurásico medio, cuando esta región era un fondo marino. Al elevarse y exponerse a la erosión, la roca se transformó en lo que vemos hoy: un mar de piedra donde cada paso debe ser calculado.










El descenso es otra aventura: túneles, pasajes secretos, ecos de nuestros pasos en cuevas húmedas donde el aire huele a piedra antigua. El guía nos habla de los pueblos que veneraban estos lugares, que nunca se adentraban más allá de cierto punto. Decían que los espíritus dormían entre las rocas, y que despertarlos traía mala suerte.

Cuando por fin regresamos a la base, el sol ya cae lento, tiñendo de naranja las puntas más altas del Tsingy. Nos quitamos los arneses. Las manos están sucias, las piernas cansadas, pero en los ojos llevamos algo más difícil de limpiar: esa mezcla de asombro, respeto y pequeñez que sólo ciertos lugares del mundo te pueden regalar.